“Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo”
(1 Juan 1:3)
Primera de Juan 1 nos habla de cómo es Dios, y cómo podemos tener relación con Él.
En este capítulo leemos que el Padre nunca ha estado solo. Siempre ha estado acompañado por su Hijo quien es igualmente eterno, “lo que era desde el principio” (v. 1). Dios es un Ser que busca comunicación con el ser humano. Por eso se manifestó (v. 2), vino a este mundo “el Verbo de vida” (v. 1); el eterno Hijo de Dios se hizo cercano, visible. Se dejó ver, oír y tocar: “Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestro ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestra manos, eso os anunciamos” (v. 1). Otra vez lo dice. “Lo que hemos visto y oído,…” (v. 3). Dios no es una filosofía, no es una idea inventada por un hombre, sino una Persona eterna, transcendente, que se hizo visible y palpable: El Verbo eterno vino a este mundo y vivió con los hombres. Y lo hizo con la finalidad de poder tener comunión con nosotros.
Ahora bien, además de ser vida eterna (v. 2), “Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (v. 5). Este detalle imposibilita la comunión con nosotros, porque nosotros somos pecadores y andamos en tinieblas por naturaleza, y no hay ninguna comunión entre la luz y las tinieblas. Este es nuestro dilema. Deseamos tener comunión con un Dios limpio, santo, puro, veraz, y nosotros por naturaleza somos todo lo contrario. ¿Qué comunión podemos tener? ¿Qué tenemos en común con Él?
¿Cómo podríamos definir comunión? Es participar en una misma cosa, estar unidos en ella. ¿Cómo podemos participar de la naturaleza de Dios si chocamos con Él? Para que haya comunión tiene que haber luz, es decir, transparencia, verdad, honestidad, y, en nuestro caso, confesión de pecado, limpieza y perdón, con nada escondido, oscuro o impuro en nuestra vida. No puede haber nada que estorbe la unión.
Para ello es necesario que se quite de en medio nuestro pecado. El Verbo eterno se hizo hombre, vivió entre nosotros y manifestó a Dios, pero para que podamos relacionarnos con Él, tuvo que morir para quitar de en medio el pecado y así hacer posible la comunión (v. 7). Eso lo hizo Él, pero hay una parte que nos corresponde a nosotros: es reconocer nuestra pecaminosidad, confesar nuestros pecados y mantenernos limpios de pecado. Siempre que lo hacemos podemos tener comunión con Dios, y no solo con Dios, sino también los unos con los otros: “Si andamos en luz, tenemos comunión unos con otros”. Si no, no. No podemos tener comunión ni con Dios, ni con nadie, a no ser que andemos en luz, es decir, que vivimos una vida limpia, libre de la práctica del pecado (v. 6).
La sangre de Cristo nos va limpiando. Es un constante. “Si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión uno con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (v. 7, 9). Cuando somos conscientes de nuestro pecado, lo confesamos en seguida y rectificamos, y así mantenemos la comunión con Dios y con los hermanos.
Enviado por el Hno. Mario Caballero