“Y respondiendo él, les dijo: ¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os he de soportar? Traédmelo” (Marcos 9:19).
¡Esta es la solución definitiva a todos nuestros problemas! ¡Qué los llevemos a Jesús! Y también a la gente que ya no podemos hacer nada más para ayudarles. Veamos esta historia.
Un padre desesperado trajo a su hijo endemoniado a los discípulos de Jesús para que le librasen, pero ellos no podían. El niño tenía un espíritu sordomudo que, además de dejarle sin poder oír o hablar, le sacudía con violencia y le echaba en el fuego y en el agua para matarlo. ¡No muy listo de parte del espíritu, porque así se queda sin cuerpo! Lo que queda muy claro es que los demonios no aman a sus víctimas; todo lo contrario, las intentan destruir. Esto es en contraste directo con el Espíritu Santo que viene a vivir en nosotros para darnos paz y dirección, y preservarnos.
A veces somos como los discípulos y tenemos que reconocer que no podemos ayudar a una persona a la que amamos, por mucho que lo intentemos. Nos damos por vencidos. Los hay que no han podido ser ayudados ni por pastores, ni por sicólogos, ni por asistentes sociales, ni por obreros cristianos, ni por familiares, ni por amigos, ni varias iglesias, ni nadie. Es porque la persona no recibe ayuda. No ve que la necesita. No ve su realidad. Piensa que está bien. Piensa que todos los demás están equivocados, y que ella misma no tiene ningún problema. Todos hemos intentado ayudarla y todos hemos fracasado. ¿Qué vamos a hacer? Traerla a Jesús.
Lo que pasa es que pensamos que si nosotros no podemos ayudar a esta persona, Jesús tampoco. Tenemos una actitud parecida a la del padre del muchacho: “Si puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros, y ayúdanos” (v. 22). No estaba convencido que Jesús podía hacer algo para ayudar en este caso. Lo interesante es que no dice: “Ayúdale”, sino “ayúdanos”. Porque el problema es de todos nosotros. Sufrimos con el que está mal. Cuánto nos gustaría ayudarle, pero no podemos.
El Señor empieza con el padre. Le tiene que echar una leve reprimenda por su falta de fe: “Jesús le dijo: Si puedes creer, al que cree todo le es posible” (v. 23). El padre tenía fe, pero también tenía incredulidad. La incredulidad es falta de fe. Es ausencia de fe. Cuánto más fe, menos incredulidad. El padre tenía fe, pero no suficiente: “E inmediatamente el padre del muchacho clamó y dijo: Creo; ayuda mi incredulidad” (v. 24). Esto fue el primer milagro que el Señor Jesús hizo, incrementó la fe de este hombre; el segundo era sacar el espíritu malo. El espíritu no se fue sin antes atacar una vez más al muchacho y dejarle como muerto. Jesús después terminó de sanarlo.
Los discípulos preguntaron por qué no podían echarle fuera y el Señor contesto que: “Este género con nada puede salir, sino con oración y ayuno” (v. 29). Esto nos deja con dos opciones: o bien traemos el caso demasiado difícil para nosotros a Jesús para que Él lo libere, o bien oramos y ayunamos y lo hacemos nosotros. En el caso de la persona que nosotros hemos intentado ayudar, normalmente no es cuestión de un espíritu malo, sino de algo que la persona que no podemos remediar. Confesemos nuestra incredulidad, pues, pidamos más fe y traigámosle a Jesús para que Él haga aquello que nosotros no podemos hacer.
Enviado por el Hno. Mario Caballero