“Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21).
Con estas palabras Mateo resume el significado de la Navidad: Jesús nació para salvar a su pueblo de sus pecados. Vamos a desglosar el versículo.
Para ser salvos de nuestros pecados necesitamos dos cosas: ser perdonados de los pecados que hemos cometido, y ser transformados para no seguir en ellos. La salvación que Jesús provee ofrece las dos cosas: salvación de la culpa del pecado y salvación del poder del pecado. Vamos por partes.
(1) Justificación. “Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados” (Col. 2:13). En su sangre tenemos perdón del pecado. Pero ser perdonados para seguir pecando no es ninguna salvación. Necesitamos ser salvos de nuestra propensión de pecar, de la esclavitud del pecado, de nuestra impotencia de dejar de pecar. ¿Cómo podemos cambiar? ¿Cómo podemos tener poder para resistir la tentación de pecar, nuestra tendencia natural?
(2) Transformación moral. “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ez. 36:26, 27). Esto es lo que Jesús vino a hacer, a saber, darnos una nueva naturaleza que automáticamente obedece a Dios. ¡Esto es fabuloso! ¡Esta es la salvación que necesitamos! “Somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen (de Cristo), como por el Espíritu del Señor” (2 Cor. 3:18).
La Cruz nos salva de la culpa del pecado y el Espíritu Santo nos salva del dominio del pecado. “Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros” (Romanos 6:14). Hemos nacido de nuevo: tenemos una nueva vida para vivir en santidad en el poder del Espíritu de Santidad. Es una salvación que no nos anula, pues estamos libres para pecar si queremos, pero también estamos libres para no pecar si no queremos. Esta salvación respeta nuestra entidad humana, mientras que, a la vez, nos libera de su corrupción.
Continuemos con nuestro versículo: “Él salvará a su pueblo de sus pecados”. ¿A quién salva? A su pueblo. ¿A Israel? Su pueblo Israel en su mayoría rechazó esta salvación: “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron, pero a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:11, 12). Estos últimos son su pueblo. Es un pueblo compuesto de los judíos que le reciben y de los gentiles que responden al mensaje de salvación. En la historia del centurión, Mateo explica que este hombre, un gentil, sí tenía fe en Jesús. “Al oírlo (al centurión) Jesús se maravilló, y dijo a los que le seguían: De cierto os digo, que ni aun en Israel he hallado tanta fe. Y os digo que vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos; mas los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mateo 8:10-12).
La salvación que Jesús vino a dar se hace extensiva a ti, gentil, y te da no solamente un corazón limpio, sino también una nueva naturaleza con poder sobre el pecado. ¡Brillante plan de Dios! Te ha dignificado y ha restaurado tu humanidad.
Enviado por el Hno. Mario Caballero