“Pero tampoco se realizarán los planes que estáis pensando, cuando decís: Seamos como otras naciones,… ¡Vivo Yo! dice Adonay Yahvé…reinaré sobre vosotros” (Ez. 20:32, 33).
Israel quería ser como las otras naciones y tener rey (1 Sam. 8:5), pero la dinastía de David se había acabado hasta que viniera el Mesías. Dios dice que ahora Él será su Rey. No tendrán rey humano. Los va a sacar de los países donde están esparcidos “con brazo extendido y ira incontenible” y los llevará al desierto, y allí los juzgará uno por uno. Dios hará una criba: “y apartaré de entre vosotros a los rebeldes, y los sacaré de la tierra de su peregrinación, pero no entrarán a la tierra de Israel, y sabréis que Yo soy Yahvé” (ver vs. 34-38). Dios limpiará a su pueblo de los rebeldes y llevará a los demás de nuevo a su tierra. Que elijan. Si quieren seguir en la idolatría, que lo hagan, pero quedarán fuera: “A vosotros, casa de Israel, esto os dice Adonay Yahvé: Si a Mí no me escucháis, ¡vaya cada uno tras sus ídolos y sírvalos!, pero no profanéis más mi santo Nombre con vuestras ofrendas y con vuestros ídolos” (v. 39). Los que vuelvan servirán a Dios: “Y sabréis que Yo soy Yahvé, cuando os haya traído a la tierra de Israel; tierra por la cual alcé mi mano jurando que la daría a vuestros padres” (v. 42). Así Dios limpiará su pueblo y guardará su Pacto. Aquí vemos la santidad de Dios, su juicio, y su fidelidad. Y así Dios se revelará a las naciones: “Y mi santidad será reflejada en vosotros ante los ojos de las naciones” (v. 41).
Así hace con nosotros, con los que profesamos ser su pueblo: a los que persisten en el pecado, los entregará a su idolatría, pero quedarán fuera. A los demás los limpiará por su fuerte disciplina, y al final entrarán en la eterna Tierra Prometida. Dios es fiel, y así es cómo funciona su fidelidad.
Ahora, los de Israel que vuelven no serán los mismos. Volverán con el corazón contrito y humillado: “Y allí (en la tierra de nuevo) os acordaréis de vuestros caminos, y de todos vuestros hechos en que os contaminasteis, y os aborreceréis a vosotros mismos a causa de todos vuestros pecados que cometisteis” (v. 43). Dios los llevará a un verdadero arrepentimiento. Y este es el proceso doloroso por el cual lo va a conseguir: invasión babilónica, deportación, y retorno de los exiliados, habiendo eliminado a los rebeldes de en medio de ellos y purificado a los demás. Una persona realmente perdonada es consciente de cómo era su vida anterior, de cómo era cuando andaba lejos de Dios. Se repugna. “Os aborreceréis a vosotros mismos a causa de todos vuestros pecados que cometisteis”.
El arrepentimiento es en don de Dios, el mayor que hay, porque sin él no hay salvación. La persona que se cree salva, y piensa que antes de conocer la gracia de Dios en Cristo era buena persona, ¡no lo es! Así de contundente. La gracia de Dios nos humilla. Su perdón nos hace sentirnos limpios, pero tremendamente endeudados con Dios. Todo orgullo y todo engaño acerca de nuestra propia bondad están fuera. El apóstol Pablo que había sido un fariseo orgulloso, convencido de su propia justicia, llegó a verse como el peor de los pecadores. Si Jesús no te ha salvado de un corazón horriblemente perverso y engañoso y un orgullo espantoso, no te ha salvado de nada. Si tú estás sentado a los pies de Jesús en tu juicio cabal, habiendo visto la degradación de tu propio corazón, su dureza y rebeldía, ¡eres salvo! ¡Aleluya! Este es un milagro de la gracia de Dios. Alabado sea su Nombre. ¡Dios lo ha conseguido!
Enviado por el Hno. Mario Caballero