miércoles, 22 de noviembre de 2023

El justo por su fe vivirá

 Habacuc 2.4–20 (especialmente vs. 4, 14 y 20)


La síntesis del pasaje que va desde el verso 4 hasta el final del capítulo, es que los caldeos, a quienes Dios utilizaría como instrumentos para castigar a Israel, serían también castigados y finalmente derrotados. Dios los estaba utilizando temporalmente, pero su fin estaba sellado. Dios iba a humillar el orgullo de los caldeos y aplicarles un terrible castigo. Los detalles ofrecidos en este pasaje describen la arrogancia y bajeza de ese pueblo con tal exactitud que la misma historia secular puede confirmarlo. Para entender la enseñanza debemos subrayar ciertos principios que claramente aparecen en este pasaje.

Dos posibles estilos de vida: el de la razón y el de la fe

El verso 4 dice: «Mas el justo por su fe vivirá». Recordemos que esta importante declaración se cita varias veces en el Nuevo Testamento. Los eruditos discrepan respecto a la traducción exacta de la primera parte del versículo. Puede ser traducido: «Aquel cuya alma se levante (o enorgullece), no es recto» o también como se cita en Hebreos 10.38, donde se indica que Dios no se agrada de aquel cuya alma se retrae, o retrocede (comparar Versión Moderna y V.H-A.). La verdad que declara este versículo es que solo hay dos posibles actitudes hacia la vida en este mundo: de fe y de incredulidad. O conducimos nuestra vida con fe en Dios, y las conclusiones que surgen naturalmente de esa actitud, o nuestro enfoque estará basado en un rechazo de Dios y las negaciones que se derivan de esa decisión. Podemos «retraernos» del camino de la fe en Dios, o por el contrario podemos vivir por fe en Dios. Los mismos términos utilizados sugieren una correspondencia con los dos caminos posibles. Lo que el hombre cree determina la conducta de su vida. El justo, el recto, vivirá por la fe, o dicho de otra manera, el hombre que vive por fe, es un hombre justo. Por la otra parte, el hombre que «se retira» es injusto porque no vive por fe. Aquí nos confrontamos con las dos únicas opciones de la vida, y todos nosotros estamos en una u otra. No importa cuáles sean mis ideas políticas o filosóficas, estas tendrán irremediablemente este común denominador: mi vida está fundada en fe, o no lo está. Si no lo está poco importa cuáles sean mis convicciones, o cuáles mis posiciones políticas, sociales, económicas. Lo que realmente interesa es saber si acepto la regla impuesta por Dios o no. Los famosos capítulos 10, 11 y 12 de la carta a los Hebreos exponen e ilustran esta verdad.

Cuando miramos al mundo de hoy y examinamos el curso futuro de la historia, se presentan dos posibilidades delante de cada uno de nosotros. Podemos observar y meditar sobre lo que vemos y luego, después de leer lo que los expertos políticos y militares, estadistas y demás autoridades opinan, podemos finalmente recurrir a los libros de historia. Como resultado de todo el estudio podremos procurar llegar a conclusiones, y formarnos una opinión propia. Sin duda, este es uno de los motivos por los cuales todos leemos los periódicos. Decimos: Este hombre es un experto; ¿qué opina acerca de este tema? Hubo expertos que dijeron que no habría guerra en 1939. Afirmaban haber estudiado meticulosamente todas las posibilidades, y en su opinión era imposible que Hitler iniciara una guerra. Muchas personas aceptaron esta opinión e hicieron planes y proyectos. Se gobernaban por sus propias opiniones y deducciones, por la aplicación del sentido común y la sabiduría del mundo, o por la perspicacia de ciertos pronosticadores.

Sin embargo, la Biblia claramente nos enseña otra manera de mirar los acontecimientos. Esta enseñanza no se basa en conclusiones derivadas de cuidadosos cálculos del poderío militar que pueda tener una nación. Tampoco se centra en si ha llegado el momento para que tal nación inicie un ataque. ¡La Biblia sólo afirma con sencillez que cierto acontecimiento tomará lugar! No da razones, sólo dice que ha de ocurrir porque Dios así lo ha dicho. Tal es el caso que consideramos tocante a los caldeos. No se ofrecen argumentos ni existe un cuidadoso análisis del poderío de las fuerzas rivales, sino solamente la sencilla declaración de Dios al profeta. El profeta cree esta declaración, y actúa de conformidad a ella.

La inevitable necesidad de elegir entre estas dos alternativas

La vida de cada uno de nosotros se basa en una de estas dos actitudes. O adoptamos la sencilla Palabra de Dios y vivimos de acuerdo a ella, o no la adoptamos. Si protestamos contra la idea de que los profetas pueden predecir el futuro. O si decimos que los milagros y el creer en lo sobrenatural son ridículos en un mundo científico y sofisticado como el actual, solo estaremos retrayéndonos del camino piadoso de la vida. El camino bíblico es un vivir por fe. «El justo por su fe vivirá». Fe significa adoptar la Palabra de Dios y actuar de acuerdo a ella sencillamente porque es la Palabra de Dios. Significa creer en lo que Dios ha dicho precisamente porque él lo ha dicho. Aquellos héroes de la fe listados en Hebreos 11 creyeron la Palabra de Dios sencillamente porque Dios había hablado. No tenían otra razón. Por ejemplo, ¿por qué tomó Abraham a Isaac su hijo y subió al monte Moriah? ¿Por qué estuvo a punto de sacrificarlo? Sencillamente porque Dios le había dicho que lo hiciera.

No obstante, vivir por fe significa mucho más que eso. Significa construir toda nuestra vida sobre la fe en Dios. El secreto de todos aquellos personajes del Antiguo Testamento, es que vivieron «como viendo al invisible» (He 11.27). Prefirieron, igual que Moisés, «ser maltratados con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado» (He 11.25). Por una parte, en la corte de Egipto había sabiduría humana. Por la otra, la sencilla Palabra de Dios que le había revelado a Moisés sus propósitos para el pueblo a quien pertenecía, y el destino para el cual los estaba preparando. Para esa época eran esclavos y eran cruelmente maltratados. Moisés sólo tenía la Palabra de Dios para apoyarse. Sin embargo, desechó la corte del Faraón, y le dio la espalda al futuro promisorio que le ofrecía. Moisés salió, como Abraham, y abandonó su propia patria. Salió «como viendo al invisible». «El justo por su fe vivirá». Estos hombres arriesgaron todo apoyados en la Palabra de Dios. Estaban dispuestos a sufrir por ello y, si fuere necesario, aceptar la pérdida de todo. Muchos de los primeros cristianos enfrentaron la misma alternativa . Tuvieron que enfrentar terribles situaciones. Se les obligaba a decir: César es el Señor, y ellos respondían: No podemos decirlo porque sabemos que no es la verdad; ¡solo hay un Señor, y es el Señor Jesucristo! Las autoridades insistían: Si no dicen que César es el Señor, serán arrojados a los leones. Sin embargo, se rehusaron a hacerlo. ¿Sobre qué base? ¡Sobre la base única de la Palabra de Dios! Creían que cierta Persona había venido a este mundo con gran pobreza en Belén, que había trabajado como carpintero y que luego había muerto en una cruz. También creían que era el Señor de gloria, y que había resucitado de los muertos. En virtud de ello, declaraban que jamás reconocerían a César como el Señor. Lo arriesgaron todo. Murieron por su fe y en la fe.

Esta es nuestra posición como cristianos hoy. La alternativa nos presiona cada vez con más fuerza. ¿Hay todavía personas lo suficientemente insensatas para apoyarse en este mundo y lo que puede ofrecer? ¿Cuál es el principio que controla nuestras vidas? ¿Es el principio de los cálculos? ¿Es la sabiduría del mundo, con un análisis astuto y equilibrado de la historia y del conocimiento humano? ¿O es la Palabra de Dios que nos advierte que esta vida y este mundo solo son transitorios y que ambos son una preparación para el mundo futuro? No nos dice que demos la espalda totalmente al mundo, pero sí insiste en que tengamos un correcto enfoque del mismo. Declara enfáticamente que lo más importante es el reino de Dios. Debemos hacernos, en la presencia de Dios, esta sencilla pregunta: ¿Está mi vida basada en el principio de la fe? ¿Estoy sometiendo mi vida al hecho de que lo que leo en la Biblia es la Palabra de Dios y es verdadero? ¿Estoy dispuesto a arriesgarlo todo, incluso mi vida, basado en este hecho? «Mas el justo por su fe vivirá».

La absoluta certidumbre de la destrucción del mal y el triunfo de Dios

Los cinco «ayes» registrados en este capítulo no solo se aplican a los caldeos sino deben considerarse como un principio universal en la historia. Todo lo que sea malo está bajo el juicio de Dios. A pesar de que los caldeos iban a prosperar por un tiempo, el límite de su éxito ya estaba fijado. El impío podrá triunfar por un tiempo, podrá «extenderse como laurel verde» (Sal 37.35), pero no permanecerá. Su sentencia ya está sellada. Lo que produce perplejidad al pueblo de Dios es, ¿por qué Dios lo permite? Lo hace para llevar adelante sus propósitos, para que el mundo tropiece bajo estos poderes del mal, antes que él demuestre repentinamente su poder y manifieste su propia soberanía. El principio al cual nos debemos aferrar es que Dios está sobre todo. «El camino de los transgresores es duro» (Pr 13.15), ya sean individuos, naciones, o el mundo entero. El hombre del mundo podrá hacerse de una fortuna gracias a prácticas impías en su negocio, y así triunfar. ¡Pero miremos el fin de los impíos! ¡Mirémoslo en el lecho de la muerte; mirémoslo enterrado en la tumba, y pensemos en la agonía de su destino eterno! Deberíamos sentir lástima por los impíos que son lo suficientemente insensatos como para embriagarse con su éxito temporal. Su fin ya está sellado.

Lo mismo ocurre con las naciones. Leemos en los libros de historia secular acerca de los imperios impíos que han surgido y cómo parecían tener a todo el mundo bajo sus pies: Egipto, Babilonia, Grecia, Roma. Recordemos su fin. Durante la era cristiana ha ocurrido lo mismo. Hubo un tiempo cuando parecía que Turquía iba a doblegar a todo el mundo pero finalmente cayó. Nación tras nación se ha levantado para luego caer. Llegó el momento en que la calamidad pronunciada por Dios entró en vigencia. Nosotros mismos hemos vivido en un periodo en que hemos visto este principio en acción. No importa qué es lo que está ocurriendo en el mundo de hoy, el mismo principio sigue operando. Los ayes se pronuncian sobre los caminos de todos los que se oponen a Dios. Están condenados. Podrán tener gran prosperidad temporal, y debemos así esperarlo. Podrán cabalgar por el universo, pero así como surge su estrella, también se ha de apagar. El ay, el juicio, la condena de Dios sobre el impío, es irrevocable.

Volvamos ahora al aspecto positivo de esta verdad (v. 14), leemos: «Porque la tierra está llena del conocimiento de la gloria de Jehová, como las aguas cubren el mar». No corresponde a ninguno de nosotros intentar predecir lo que va a ocurrir en detalle, pero podemos estar seguros de este gran hecho, que es, la victoria final de Dios. Sí, los paganos podrán rabiar, y los pueblos imaginar cosas vanas. «Pero yo he puesto mi rey sobre Sión, mi santo monte» (Sal 2.6). Los enemigos de Dios y su pueblo podrán amotinarse, y todas las apariencias podrán señalar hacia la exterminación de la Iglesia cristiana. Sin embargo, viene el día cuando «en el nombre de Jesús» se doblará «toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil 2.10,11). Con toda certeza, la tierra será llena de la gloria de Dios. El maligno será derrotado y arrojado al lago de fuego; todo lo que se opone a Dios, será destruido y habrá «cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia» (2 Pe 3.13). La ciudad de Dios descenderá y los justos entrarán en ella. Todo lo impuro quedará fuera, y Dios será el todo en todos. El triunfo final de Dios es seguro.

¿Cuál es entonces nuestra conclusión final, a la luz de todo lo que hemos considerado? «¿De qué sirve la escultura que esculpió el que la hizo? ¿La estatua de fundición que enseña mentira, para que haciendo imágenes mudas confíe el hacedor en su obra?» (v. 18). ¡Dios nos guarde de confiar o encomendarnos a cualquier poder que no sea Dios mismo, o a cualquier ídolo que los hombres puedan levantar! «Ay del que dice al palo: Despiértate, y a la piedra muda: ¡Levántate! ¿Podrá él enseñar? He aquí está cubierto de oro y plata, y no hay espíritu dentro de él» (v. 19). ¡No pongas tu confianza en absolutamente nada que sea del hombre! ¡Sólo confía en Dios!

«Mas Jehová está en su santo templo; calle delante de él toda la tierra» (v. 20). No solo los paganos deben callar y guardar silencio, sino también los cristianos. No debe haber ninguna duda, inquisición o incertidumbre acerca de la bondad, la santidad y el poder de Dios. No debemos preguntar con tono de queja, ¿por qué permitió Dios que esto sucediera?, tampoco, ¿por qué hace Dios tal cosa? Considera la palabra que Dios le dio al profeta. Mira a Dios. Mira a lo absoluto y final. Tapemos con la mano nuestra boca que está tan pronta a hablar con insensatez. Tomemos conciencia que él está en el templo del universo, Dios sobre todo. Humillémonos silenciosamente e inclinémonos delante de él para adorarle. Magnifiquemos su gracia, su poder, su bondad, y esperémosle a él con paz y calma en el corazón.


Por Martyn Lloyd-Jones 

Enviado por el Hno. Mario Caballero