“Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; murió también el rico, y fue sepultado. Y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno” (Lu. 16: 22, 23).
Jesús fue el hombre más amoroso del mundo. ¿Cómo, pues, podía contar tal historia acerca de tormenta y llamas? Nos avergüenza de Él. ¿Cómo va nadie a ser atraído al evangelio con una historia como esta? Más bien les aleja de Dios. Es de mal gusto. No se hablan de estas cosas. La manera de ganar a la gente es contarles del amor de Dios y cómo les ayuda en sus problemas, cómo los cuida como el pastor a sus ovejas. En esta historia ni siquiera cuidó de Lázaro. Lo dejó para que muriese de miseria. Claro, fue confortado en la próxima vida, pero aquella está muy lejos y necesitamos tener nuestras necesidades atendidas ahora. ¿Qué pasa con la promesa que Dios suplirá todas nuestras necesidades? ¿Por qué no trató la parábola de cómo Jesús sanó a Lázaro y le ayudó a rehacer su vida? No tuvo amigos, ni familia, ni nadie para atenderle, ni Dios le ayudó. ¿Cómo puede una historia con un final tan macabro de un rico en tormenta ayudar a nadie a ser salvo?
El evangelio que Jesús predicaba no era atractivo a la persona satisfecha con su vida; desconcertaba. Tira abajo nuestros esquemas. Pensamos que vamos bien, y el Señor nos escandaliza con un pronóstico terrible para sacudirnos de nuestra comodidad. El suyo es el evangelio de compasión en el sentido más pleno de la palabra. Es avisar a la gente para que no vayan a aquel lugar de tormenta. Esto es justo lo que pedía el hombre rico: “Entonces le dijo: te ruego, pues, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento. Si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán” (v. 27, 28, 30). Jesús es la respuesta a esta petición. Él es el hombre que ha venido de los muertos para que la gente se arrepienta. El evangelio es el aviso de que Cristo ha muerto y resucitado y explica lo que pasa si uno no cree. Cuando vino de la muerte dijo esto: “Fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día, y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados” (Lu. 24:46, 47). Si no hay tal arrepentimiento (y esta es la parte que solemos omitir en nuestra presentación del evangelio), hay un lugar de tormento donde uno está en agonía en las llamas, y no hay forma de pasar de un lado al otro.
Jesús no se entretuvo hablando de las maravillas que Lázaro encontró cuando abrió los ojos en el Paraíso, sino más bien en la experiencia espeluznante del rico cuando se encontró en tormenta, y en sus remordimientos. ¿Por qué? Porque esto es lo que conduce a la salvación. Si amamos, hay que avisar, y nadie amaba más que Jesús.
Enviado por el Hno. Mario Caballero