“Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre” (Génesis 1:26).
Lectura: Apoc. 4:11 y 5:9.
Leí una frase en el libro de Robert McCheyne que abre perspectivas infinitas para la meditación: “Del mismo modo que se dijo: “Hagamos al hombre”, os podría hacer oír la voz que acordó: “Salvemos al hombre”. Antes del principio de los tiempos la Deidad se reunió en Consejo eterno para determinar en unísono entre el Padre, el Hijo y el Espíritu que cada uno haría su parte para efectuar la creación y la redención del hombre. En nuestra redención tenemos la obra del Padre, quien la diseñó, la obra del Hijo, que la ejecutó, y la obra del Espíritu, que capacitó al Señor Jesús para llevarla a cabo. El texto que sigue presenta las tres Personas de la Deidad obrando en conjunto para efectuar nuestra redención: “Cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo” (Heb. 9:14).
Dios desde el principio decidió que el hombre que había creado tenía que ser salvado. No fue un pensamiento posterior, sino uno que pensó antes de crear al hombre. Dios determinó desde el principio crear y redimir al hombre y luego procedió a hacerlo. Creación y redención forman una unidad. Dios no pensó salvar al hombre después de que hubiera pecado. No pensó: “¡Qué pena que el hombre haya pecado! Ahora tengo que pensar en una manera de salvarlo”. La Redención siempre formaba parte de la Creación. Dios podría haber creado a un hombre ya redimido, pero tuvo un plan mucho más perfecto, a saber, crearlo libre con la opción de amar a Dios o no, con el camino de redención abierto desde la eternidad.
En el consejo eterno entre las Personas de la Deidad intuimos el entusiasmo de los Tres, el amor que los unía, la unidad de propósito, el espíritu de colaboración, su certeza en el éxito y la perfección del plan. Percibimos el amor de Dios Padre hacia su Hijo, su fe en el Hijo, su completa confianza en Él, y su admiración de la perfección de su carácter. Vemos su dependencia en y necesidad del Espíritu, el que no se promociona nunca a sí mismo, pero sin su obra nada se hace. Contaba con la unción, las fuerza, los dones, la dedicación, y capacidad inequívoca del Espíritu para llevarlo a término. Cuánto más lo meditamos, más nos damos cuenta de lo brillante del plan del Padre, la perfección de su diseño inteligente, su sabiduría insondable, y la hermosura de sus caminos. Todo lo que Él concibe es perfecto. Será nuestra tarea eterna cuando estemos en su presencia sondear la sabiduría infinita de Dios en el plan de nuestra salvación.
En el Consejo Eterno percibimos el deleite del Hijo, en su eterna juventud, de realizar la voluntad del Padre. Vemos su gozoso consentimiento a pagar el precio al bajar a la cloaca donde vivía el hombre para elevarlo a su trono. Vemos al bendito Espíritu de Santidad, eficaz, inerrante, presente, siempre al lado del Hijo para capacitarlo y al lado del hombre para elaborar su santificación y hacerlo apto para vivir eternamente con Dios; y sentimos el amor del Padre que pretendía desde el primer momento llenar su Casa de hijos que llevaran la imagen suya, la del Hijo y la del Espíritu, hijos concebidos por su genio y redimidos por su amor.
Enviado por el Hno. Mario Caballero