jueves, 11 de mayo de 2023

Nuestra herencia

“Asídividiréis esta tierra entre vosotros según las tribus de Israel. Y echaréis sobre ella suertes por heredad entre vosotros, y entre los extranjeros que moran en medio de vosotros y hayan tenido hijos entre vosotros; ellos serán como naturales entre los hijos de Israel; echarán suertes con vosotros para tener heredad entre las tribus de Israel. Y sucederá que en cualquier tribu donde habita el extranjero, allí mismo le daréis su heredad, dice Adonay Yahvé” (Ez. 47:21-23).

            Estos días hemos estado hablando del futuro de Israel ¡y el nuestro! Compartimos la misma heredad: “Así pues ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino que sois conciudadanos con los santos y miembros de la familia de Dios” (Ef. 2:19). No hay una herencia para los judíos y otra para los cristianos; todos somos hijos de un mismo Padre. En Cristo formamos parte de la gran familia de Dios. Es lo mismo que dice Isaías: “Llegará el tiempo de congregar a todas las naciones y lenguas, y vendrán y contemplarán mi gloria… Todas las naciones traerán a todos vuestros hermanos, en caballos, en carros y en literas, en mulos y dromedarios hasta mi Santo Monte en Jerusalem… y ente ellos escogeré sacerdotes y levitas, dice Yahvé. Porque así como los nuevos cielos y la nueva tierra que voy a hacer permanecerán delante de Mí, dice Yahvé; así permanecerá vuestro linaje” (Is. 66:18-22). Cuando el profeta dice que algunos de estos extranjeros servirán como sacerdotes, comprendemos que no es literal, porque fue prohibido por la ley. Significa que en Cristo ya “no hay judío ni griego” (Gal. 3:28). Todos hemos sido acercados a Dios por la misma Sangre para ser herederos de Dios. Las promesas dadas a los judíos son nuestras.

Los escritores de nuestros himnos siempre han reconocido y celebrado esta verdad:

De toda tierra y raza, de naciones lejanos, como soldados que vuelven a casa victoriosos de una guerra, escuché la innumerable multitud de santos levantar un himno gozoso y triunfante en alabanza al que murió y vive por los siglos de los siglos.

Vi la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalem, descender del Cielo, una novia adornada con diadema enjoyada; el río de agua cristalina fluía por la calle de oro; y las naciones trajeron allí sus honores y los pusieron a sus pies.

Y allí no hace falta el sol, o la luna para alumbrar la noche, la gloria de Dios es su lumbrera, el Cordero mismo es la luz; y allí sus siervos le sirven día y noche, la larga batalla de la vida terminada, reinan para siempre con Él, su Salvador y Rey.

O grande y gloriosa visión: ¡el Cordero en su Trono! ¡O visión maravillosa para que   la contemple el hombre! El Salvador con los suyos: para beber del agua de la vida y estar en la orilla donde nunca más entrarán la tristeza, el pecado o la muerte.

¡Oh Cordero de Dios que reina, Tú, brillante Estrella de la Mañana! Cuya gloria alumbra la nueva tierra que ahora vemos de lejos; o digno Juez eterno, cuando Tú nos llamas a venir, ábrenos las puertas de perla y llama a tus siervos a casa.


Por: Godfrey Thring

Enviado por el Hno. Mario Caballero