“Mi siervo David será rey sobre ellos, y todos ellos tendrán un solo pastor; y andarán en mis preceptos, y guardarán mis estatutos, y los pondrán por obra. Habitarán en la tierra que di a mi siervo Jacob, donde habitaron vuestros padres. En ella habitarán ellos, sus hijos, y los hijos de sus hijos para siempre, y mi siervo David será por príncipe de ellos para siempre” (Ez. 37:24-25).
Fue muy difícil para los judíos aceptar a Jesús como el cumplimiento de las profecías. Los cristianos lo damos por sentado, pero los que fueron formados en las Escrituras lo encontraron muy difícil cambiar de mentalidad y aceptar a un Mesías crucificado, Hijo de Dios, en el lugar de un mesías humano, guerrero triunfante, defensor de Israel y rey inmediato sobre el trono de su padre David. Esperaban la continuación de la dinastía de David, de acuerdo con las profecías: “Hice pacto con mi escogido; juré a David me siervo diciendo: para siempre confirmaré tu descendencia, y edificaré tu trono por todas las generaciones” (Salmo 89:3). Estas Escrituras aún esperan su cumplimiento.
Esto explica porque los dos revolucionarios sionistas que murieron con Jesús le insultaban, porque ellos, sí, habían luchado por la independencia de Israel, ¡y estaban pagando por ello con sus vidas!, mientras que Jesús, que pretendía ser rey, no había hecho nada para librar a Israel de Roma: “Entonces crucificaron con él a dos ladrones, una a la derecha, y otro a la izquierda… Si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él. Lo mismo le injuriaban también los ladrones que están crucificados con él” (Mat. 27:38, 42, 44). Hemos de entender que los romanos no solían crucificar a ladrones. Esta muerte estaba reservado por los que se sublevaban contra Roma. Se supone que el que encabezaba el grupo terrorista fue Barrabás, y que la cruz de en medio estaba reservada para él, el peor de los insurreccioncitas, pero lo ocupó Jesús en su lugar (y en el mío). Solo cuando se entiende la otra serie de Escrituras, puedes comprender que Jesús, sí, es el Rey prometido. Después de observar a Jesús, colgado a su lado durante horas, surgió esta conversación: “Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros. Respondiendo el otro, le reprendió, diciendo: ¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas éste ningún mal hizo. Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino” (Lucas 23: 39-42). ¡Comprendió que Jesús era el Mesías, el Rey de Israel, que su reino no era político, y que iba a resucitar y volver a la tierra para reinar!
Esto también explica por qué lo que Mateo hace resaltar en su relato de la crucifixión no son los detalles de la muerte de Jesús, sino las Escrituras que él cumple al morir, porque solo esto iba a convencer a los judíos de que Jesús era el Cristo. Aquí tenemos algunos de estas Escrituras: Zac. 11:12, 13; Salmo 22:1, 6-8, 12-18; Salmo 69:19-21; Is. 50:6; Is. 52:13; Is. 53:4-9. Por eso, Pedro citó el Salmo 16, el profeta Joel, y el Salmo 110:1 en el día de Pentecostés para que la gran multitud que había acudido comprendiese que tanto el Espíritu Santo como Jesús de Nazaret vinieron en cumplimiento de las Escrituras (Hechos 2:17-21 y 25-28 y 34, 35). Por eso, dijo Felipe a Nataniel: “Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas” (Juan 1:45), porque esto es lo que cuenta.
Enviado por el Hno. Mario Caballero