Jeremías 29.11
El Padre celestial tiene un plan grandioso para la vida de cada uno de sus hijos, y puede resumirse en la palabra santificación. Si usted nunca ha estado seguro del significado del término, no es el único; muchas personas no tienen clara su definición. Pero los creyentes debemos entenderlo, pues esa palabra nos define.
En su forma verbal —santificar— el término significa “hacer santo” o “apartar”. Por eso, cuando algo es santificado es apartado de su uso común anterior y dedicado a propósitos sagrados. El Antiguo Testamento menciona varias cosas que el Señor santificó, entre ellas: el séptimo día y la tribu de Leví como sacerdotes, e incluso consagró lugares como el lugar santísimo dentro del tabernáculo (Gn 2.3; Nm 3).
El Padre celestial sigue santificando a personas en el presente. Antes de que alguien ponga su fe en el Salvador, esa persona está muerta espiritualmente y, en realidad, es enemiga de Dios (Ef 2.1-3; Ro 5.10). Pero en el momento que decide confiar en Jesucristo, sus pecados son borrados y es adoptado en la familia de Dios. Esa persona es apartada como un hijo de Dios, con un propósito sagrado. Esto significa que los creyentes no estamos aquí para ir tras nuestro beneficio personal, sino para servir al Señor y darle honra y gloria.
Como miembros de la familia de Dios, llamados a reflejar su gloria, a los creyentes se les conoce como “santos”. Se nos ha dado este apelativo —que comparte su raíz con santificación— no porque estemos libres de pecado o seamos perfectos, sino porque vivimos una vida congruente con Aquel a quien representamos.
Por Min. En Contacto