Hebreos 10.10-14
Si preguntamos qué sucedió el Viernes Santo, muchas personas pudieran señalar los eventos del Calvario. Algunos podrían decir que Cristo fue clavado en una cruz, que soldados romanos se rifaron las vestiduras de Jesús y que tinieblas cubrieron la Tierra. Otros mencionarían la corona de espinas, el terremoto y a la madre de Jesús observando lo que debió haber sido terrible y desgarrador.
Pero no importa cuántos detalles visibles pudieran nombrarse, mucho más estaba pasando de lo que se podía ver: en la cruz, el pecado fue juzgado.
Al dar su primer mandamiento en el huerto del Edén, Dios advirtió que la desobediencia llevaría al castigo de la muerte (Gn 2.17). Así que, desde el principio, el juicio de Dios por el pecado fue profetizado, y más tarde estuvo también representado en el detallado sistema sacrificial que Él estableció. Bajo este sistema, cada transgresión requería que la sangre de un animal fuera rociada sobre el altar. La gravedad del castigo —el pago de una vida— era la manera de nuestro santo Dios de advertir cuán horrible y odioso es, en realidad, el pecado. Era también una prefiguración del Cordero de Dios, quien vendría a llevarse el pecado del mundo (Jn 1.29).
Jesucristo era, en la cruz, lo que era ese cordero en el altar, pero con una diferencia significativa: bajo el viejo pacto, cada vez que se cometía pecado, un animal más tenía que morir. En cambio, Jesús se ofreció voluntariamente para expiar el pecado de todo el mundo (He 7.27).
Negarse a aceptar el sacrificio expiatorio de Cristo nos deja con la responsabilidad de pagar nuestra deuda por el pecado. ¿No quisiera usted dar gracias al Salvador por el regalo maravilloso que le ofrece, o recibirlo en este momento?
Por Min. En Contacto