Leer | Efesios 3.17-19
El amor de Dios no se basa en nuestra manera de ser ni en nuestros logros. Sabemos esto por la promesa de Juan 3.16, y por su acción al enviar a Jesús a morir en nuestro lugar (1 Jn 4.10).
La manera como el Salvador actúa con las personas, nos demuestra la profundidad del amor de Dios. Judas Iscariote, uno de los doce discípulos de Jesús, ministró en estrecha colaboración con el Señor durante tres años, pero al final decidió traicionarlo. Aunque Él sabía lo que haría Judas, Jesús nunca lo rechazó. Por amor, el traicionado fue clemente con el traidor.
En otro ejemplo, una mujer sorprendida en adulterio estaba a punto de ser muerta a pedradas por su transgresión. Fue condenada por los líderes religiosos, pero Jesús intervino para protegerla. Luego, por amor, le ordenó que no pecara más (Jn 8.11).
Además tenemos a Pedro, quien amaba al Señor Jesús y deseaba seguirlo siempre. Sin embargo, en un momento de debilidad negó incluso conocerlo. Aunque Jesús sabía de antemano que el discípulo iba a hacer esto, su amor por este hombre no menguó. Él demostró esta realidad al aparecerse a Pedro después de la resurrección.
Dos ejemplos finales son Zaqueo, el codicioso cobrador de impuestos que se aprovechaba de sus compatriotas; y la mujer samaritana que, tras una serie de relaciones destruidas, estaba involucrada en un estilo de vida inmoral. Nada de esto impidió que Jesús se acercarse a ambos para brindarles su amor perdonador.
Por la fe en Jesús, cualquier persona —aun el peor pecador— puede convertirse en un hijo de Dios y experimentar la abundancia de su amor. Nadie está más allá de su alcance.
Por Min. En Contacto