“Y he aquí había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, y este hombre, justo y piadoso, esperaba la consolación de Israel; y el Espíritu Santo estaba sobre él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes que viese al Ungido del Señor. Y movido por el Espíritu, vino al templo. Y cuando los padres del niño Jesús lo trajeron al templo, para hacer por él conforme al rito de la ley, él le tomó en sus brazos, y bendijo a Dios, diciendo: Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación” (Lu.2:25-30).
Simeón es un ejemplo de la obra del Espíritu Santo en una persona. Primeramente vemos que el Espíritu Santo nos hace santos; él es Espíritu de santidad. De Simeón se nos dice que era “justo y piadoso”; o sea, en cuanto a su persona, era justo y bueno, vivía una vida recta, conforme a la voluntad de Dios; y su vida espiritual está resumida en la palabra “piadosa”: no sólo era buena persona, sino que también amaba a Dios y estaba entregado a Él. “Esperaba la Consolación de Israel”, es decir, al Mesías. Simeón vivía esperando la venida del Mesías de la misma forma que los creyentes de hoy vivimos esperando su segunda venida. Esta ilusión llenaba su vida. Y había recibido la promesa de parte de Dios de que no moriría antes de ver “al Ungido del Señor”. ¡Qué ilusión más grande para mantenerle viviendo en justicia y santidad día tras día, esperando la Consolación de Israel, al Consolador, a Jesús!
El Espíritu Santo no sólo le ayudaba a vivir una vida santa, sino que le revelaba cosas y le dirigía. “Movido por el Espíritu, vino al templo”. La obra del Espíritu es así. Nos conduce a Jesús. Le llevó al templo justo a la hora cuando José y María estaban presentando a su Hijo al Señor. El Espíritu Santo no habla de sí mismo, no llama la atención a sí mismo; su tema unilateral es Jesús. Y el Espíritu le reveló que aquel niño era el Salvador. El Espíritu nos conduce a donde podemos encontrar a Jesús y nos revela quién es.
Después nos da amor para la persona de nuestro Salvador. “Le tomó en brazos”. Abrazar a Jesús es recibir la salvación de Dios con amor. Esto es lo mismo que hemos hecho todos los creyentes desde entonces, hemos abrazado a Cristo como nuestro Salvador y le amamos. Y finalmente, el Espíritu le puso en los labios palabras de alabanza a Dios: “Y bendijo a Dios”. Aquí tenemos la Trinidad: el Espíritu Santo que conduce al Hijo, y el Padre que recibe la alabanza. Y aquí tenemos al creyente: gozoso en la salvación de Dios.
Así es el creyente: justo y piadoso, esperando el retorno de Cristo, recibiendo revelaciones del Espíritu para su vida personal, dirigido por el Espíritu, en el templo, abrazando a Cristo como Salvador, bendiciendo a Dios y viendo el cumplimiento de las promesas de Dios en su vida. Y al final de la misma, con Simeón decimos: “Padre, despide a tu sierva en paz, porque has cumplido en mi vida todo lo que me prometiste”.
Enviado por el Hno. Mario Caballero