Filipenses 2.5-11
Darle nombre a un niño era un gran acontecimiento para una familia hebrea. Esta se esmeraba en el proceso de elegir un nombre; a veces escogía uno que tenía un significado especial para uno de los padres. Por ejemplo, Lea escogió el de “Judá” para su cuarto hijo, diciendo: “Esta vez alabaré a Jehová” (Gn 29.35). A veces, un rasgo advertido en la personalidad del bebé decidía su nombre. Génesis 25.26 narra que este fue el caso de Jacob (“el que suplanta”).
Para otros, el nombre dado en el momento de nacer simboliza lo que la persona es. En el mundo antiguo, esto era deliberado. Aun hoy las personas asocian de modo subconsciente los rasgos del carácter y las experiencias, con los nombres. Todos esperamos que cuando los demás escuchen nuestro nombre, ¡piensen en algo bueno antes que una cosa que los asuste!
María y José tuvieron una experiencia muy diferente a la de los otros padres judíos. En vez de ser ellos quienes eligieran el nombre, un ángel les dijo cómo debía llamarse el niño (Mt 1.21). El Padre celestial eligió el nombre terrenal de su Hijo para representar su propósito al venir al mundo. Vendrá el día cuando la simple mención del nombre “Jesús” hará que toda rodilla se doble, y toda lengua confiese que Él es el Señor (Fil 2.10).
La forma hebrea de Jesús significa “salvación” o “Él salva”. Cristo es llamado de muchas maneras: Señor, Emanuel, Maestro, Sumo Sacerdote, etc. Pero el nombre que le fue dado cuenta su historia. Vino para salvar al mundo del pecado. ¡No es de extrañarse que Dios le diera un nombre que es sobre todo nombre!
Por Min. En Contacto