“Envió desde lo alto y me tomó; me sacó de las muchas aguas. Me libró del poderoso enemigo, y de los que me aborrecían, aunque eran más fuertes que yo. Me asaltaron en el día de mi quebranto; mas Jehová fue mi apoyo, y me sacó a lugar espacioso; me libró, porque se agradó de mí” (2 Samuel 22:17-20).
Lectura: 2 Samuel 22:17-20 y Salmo 18:16-19.
Esta fue la experiencia de David una y otra vez en la guerra contra el enemigo. En innumerables ocasiones, Dios lo sacó de situaciones de muerte segura. Lo había librado de enemigos mucho más potentes que él que descendieron sobre sus tropas como buitres para devorarlos, aprovechándose de sus números inferiores, como cuando él y sus 600 hombres huían del ejército de Saúl con sus 3000 hombres, o de coaliciones de países con ejércitos incontables que avanzaban ola tras ola contra el pequeño ejército de Israel. Dios lo libró de muchos asedios y lo introdujo en un lugar espacioso, porque se agradó de él.
La experiencia de David tiene su paralelo en nuestra salvación. Podemos decir cada uno de nosotros que conoce al Señor que esta ha sido nuestra experiencia. Estaba hundiéndome en las aguas profundas del pecado. Clamaba al Señor: “Sálvame, oh Dios, porque las aguas han entrado hasta el alma. Estoy hundido en cieno profundo, donde no puedo hacer pie; he venido a abismos de aguas, y la corriente me ha anegado. Cansado estoy de llamar; mi garganta se ha enronquecido; han desfallecido mis ojos esperando a mi Dios” (Salmo 69:1-3) y “Él oyó mi voz desde su templo” (22:7), y “envió desde lo alto y me tomó; me sacó de las muchas aguas” (22:17).
El enemigo me tenía sitiado. Como en una ciudad amurallada, estaba encerrado, muriéndome de hambre; veía como el enemigo estaba construyendo un terraplén para invadir y masacrarnos a todos. Pero Dios “me libró del poderoso enemigo, y de los que me aborrecían, aunque eran más fuertes que yo. Me asaltaron en el día de mi quebranto” (22:18, 19). El diablo y sus demonios iban a por mí; mi carne confabuló con él y me traicionó. Me tenía asediado y estaba para comerme vivo. Estaba hundido, quebrantado, encerrado, sin escapatoria, cautivo a la merced del enemigo. Había perdido toda esperanza de vida, cuando Dios “envió desde lo alto y me tomó” y “me sacó a lugar espacioso; me libró, porque se agradó de mí” (22:19, 20).
¿De quiénes se agrada Dios? De los que practican la justicia y de los de manos limpias (22:21), de los que guardan sus caminos y no se apartan de Él (22:22), de los que guardan sus decretos y no abandonan sus estatutos (22:23), y de los que son rectos para con Él y se guardan de la maldad (22:24). ¿Cómo podría decir David que Dios se agradó de él cuando había caído en unos pecados terribles y había cometido unos errores garrafales? Porque lo que dijo Samuel referente a él es cierto: “Dios no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón” (1 Samuel 16:7). Dios perdonó su pecado y solo quedó lo hermoso de David: su amor por la justicia, por la Palabra de Dios, y por Dios mismo. Lo demás fue cubierto por la sangre de los animales sacrificados por su pecado, dejando un corazón limpio y deseoso de andar en los caminos de Dios. David amaba de todo corazón al Dios de su vida, y Dios le mostró su salvación.
Enviado por el Hno. Mario Caballero