“Entonces la gloria de Yahvé se elevó desde donde estaba el querubín y se detuvo en el umbral del la puerta; y la Casa fue llena de la nube y el atrio fue lleno del resplandor de la gloria de Yahvé” (Ez. 10:4).
Para entender el significado de lo que estaba pasando tenemos que retroceder al principio de la historia del pueblo de Israel. Desde sus inicios Dios siembre había morado con su pueblo. Cuando salieron de Egipto la nube de su presencia fue delante, marcando el camino y guarandoles de todo peligro. Por la noche se convertía en nube de fuego, una alta columna que ascendía al cielo, alumbrando la oscuridad, visible desde la tienda más lejos, asegurándoles que Dios estaba con ellos (Ex. 13:21, 22). Esta nube era la gloria de Dios, el fuego y la luminosidad de su presencia, su santidad hecha visible.
Cuando Moisés levantó el Tabernáculo, la gloria de Dios llenó su Casa: “Así acabó Moisés la obra. Entonces la nube cubrió la Tienda de reunión, y a gloria de Yahvé lleno el Tabernáculo. Y Moisés no podía entrar en el Tabernáculo de Reunión porque la nube se había instalado sobre él, y la gloria de Yahvé había llenado el Tabernáculo” (Ex. 40:33-35). Nos conmueve. Esta es la gloria de Dios que un Día veremos cuando estemos en su presencia por la obra redentora de nuestro amado Salvador. Desde sus inicios Dios siempre había deseado morar entre su pueblo. El pecado es el único estorbo. Por eso vino Jesús.
Volviendo a Israel, años más tarde cuando Salomón construyó el Templo en Jerusalén ocurrió el mismo fenómeno, la gloriosa presencia de Dios llenó el templo: “Y aconteció que al salir los sacerdotes del Santuario, una nube llenó la Casa de Yahvé, y los sacerdotes no pudieron continuar ministrando por causa de la nube, porque la gloria de Yahvé había llenado la Casa de Yahvé” (1Reyes 8:10, 11). Allí el Santo de Israel hizo su morada durante 400 años hasta que el pecado de Israel llegó a su colmo y abandonaron a Dios por otros dioses. Su espacio ya lo llenaban otros, así que Dios determinó marcharse. Decidió dejar la Casa donde había morado tantos años y dejó el pueblo que ya no le quería.
Este “éxodo” de Dios tomó lugar en cuatro etapas. La gloria de Dios no se fue de golpe en una gran exhibición de poder y furia, sino poco a poco, como reticente para ir, como uno que se marcha de su antigua casa, llena de entrañables recuerdos. Muy despacio, desapercibido por los ojos de su pueblo, Dios se retira. “Entonces la gloria de Yahvé se elevó desde donde estaba el querubín y se detuvo en el umbral del la puerta”. Este es el primer movimiento. La gloria de Dios que descansaba en cima del arca del pacto entre los querubines se levantó de su lugar en el Lugar Santísimo, y se colocó sobre el umbral de la puerta. “Entonces la gloria de Yahvé se retiró de sobre el umbral de la Casa, y quedó sobre los querubines. Cuando los querubines partieron, desplegaron sus alas y ante mis propios ojos se remontaron de la tierra junto con las ruedas, y se detuvieron a la entrada de la puerta oriental de la Casa de Yahvé, y la gloria del Dios de Israel estaba sobre ellos” (10:18, 19). Dos pasos más hacia el exterior. “Y los querubines alzaron sus alas, y las ruedas en pos de ellos, y gloria del Dios de Israel estaba sobre ellos. Y gloria de Yahvé se elevó de en medio de la ciudad, y se posó sobre el monte que está al oriente de la ciudad” (11:22, 23). La gloria de Dios se fue de la ciudad. Dios abandonó Israel.
Enviado por el Hno. Mario Caballero