viernes, 16 de abril de 2021

Lo sagrado

 “Manda a los hijos de Israel que te traigan para el alumbrado aceite puro de olivas machacadas, para hacer arder las lámparas continuamente” (Lev. 24:2).

            En el Antiguo Testamento había fechas sagradas, lugares sagrados, objetos sagrados y actos sagrados. El templo era sagrado, con sus muebles y sus habitaciones, los utensilios usados en las ceremonias, las ofrendas los vestimentos de los sacerdotes, todo era sagrado, y todos eran símbolos, “figura y sombra de las cosas celestiales” (Heb. 8:5). Eran ilustraciones ricos en enseñanza de las realidades que tenemos ahora en Cristo. Ahora que tenemos a Cristo estas sombras ya no tienen razón de ser. En el Nuevo Testamento ya no tenemos una clase aparte de sacerdotes, todos lo somos (1 Pedro 2:9). No tenemos intermediarios, Cristo es el único y todo suficiente mediador entre Dios y los hombres (1 Tim. 2:5). No hacemos peregrinaje a lugares santos, todos subimos a la Jerusalén celestial (Heb. 12:22,23). No veneramos nada, ni a nadie. Todos somos santos (Ef. 1:1). Si tuviésemos la mismísima copa del cual el Señor y los apóstoles bebieron en la Ultima Cena, no significaría nada especial para nosotros, porque nuestra fe está fundada en realidades espirituales. Estas cosas materiales del Antiguo Testamento sirven para nuestra instrucción y edificación.  

            En el capítulo 24 de Levítico tenemos tres cosas sagradas: la lámpara y los panes del lugar santo del templo, y el nombre sagrado de Dios. El capítulo anterior versa sobre las fiestas importantes del año; éste sobre lo rutinario de cada día. La vida está compuesta de las dos cosas, de celebraciones emocionantes y del trabajo cotidiano. Ninguna cosa es más importante que la otra. Cumplir con el deber diario es tanto servir a  Dios como lo es tener un papel importante en un evento especial. Nos es atractivo servir a Dios en lo grande, con los ojos de todos fijados en nosotros, sintiéndonos importantes por el ministerio que tenemos, pero así no son los caminos de Dios. Jesús pasó treinta años sirviendo a Dios en lo de cada día y solo tres años en lo extraordinario.

            Las lámparas debían ser atendidas diariamente y el pan de la mesa cada semana. Era un servicio nada espectacular, pero no menos importante que presidir las grandes ceremonias. Dios es glorificado por nuestra fidelidad en lo grande y en lo pequeño. Al ir realizando fielmente nuestras responsabilidades comunes, vamos creciendo en santidad.

Las personas traían el aceite y los sacerdotes mantenían ardiendo las lámparas día y noche, “continuamente”. En Éxodo 37:17-23 tenemos una descripción de la lámpara. Era un objeto sagrado y se tenía que atender con sumo cuidado. “Dios es luz, y en él no hay tinieblas alguna” (1 Jn. 1:5). Con la misma atención y dedicación hemos de mantener nuestra relación con el Señor para que su luz siempre arda día y noche, o sea,  “continuamente”, por medio de nuestras vidas. Para ello, tenemos que estar llenos del Espíritu Santo, quien es el aceite puro que arde para producir la luz de Dios. Cuando el aceite se consumía, había que volver a llenar el depósito, y lo mismo se aplica a nosotros. Tenemos que ir siendo llenados del Espíritu Santo (Ef. 5:18). El verbo es presente continuo. Como sacerdotes que somos, uno de nuestros deberes sagrados es atender a la lámpara que somos para que la luz de Dios, mediante su Espíritu, alumbre en este mundo oscuro donde Dios nos ha puesto para ser luz.   

Enviado por: Hno. Mario Caballero