La primera epístola del apóstol Juan es una carta pastoral. La escribió con el propósito de que sepamos (en el presente) que tenemos vida eterna (5:13) y de que tengamos comunión con el Dios vivo (1:3). Vamos a ver las 5 evidencias en el orden de aparición que describe Juan para saber si somos salvos, si estamos perseverando, y si estamos andando correctamente.
Guardamos los mandamientos (2:3-6; 5:3). “Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mr. 12:29-31). Debemos andar como Cristo anduvo (2:6). Esto no significa ser perfectos (2:1-2), sino llevar un estilo de vida como el de Cristo. Para conocer cuáles son los mandamientos, necesitamos meditar y escudriñar las Escrituras. ¿Cómo está mi hambre y sed de la Palabra? ¿Quiero conocer cada día más a Dios? Advertencia: el conocimiento de las Escrituras no debe llevarnos a enorgullecernos, sino a andar como Cristo anduvo. Sus mandamientos no son una carga insoportable (5:3). ¿Qué problema hay? ¿Por qué nos suelen parecer tan difíciles? Porque los intentamos cumplir en nuestras propias fuerzas, y así es imposible. El orden correcto es: Dios nos ama y perdona (4:10), por lo tanto, nosotros le amamos y disfrutamos con Él y, como consecuencia, obedecemos sus mandamientos, que es un deleite.
Amamos a los hermanos (2:9-10). Aclaración: esto no significa amar a todos los que están en la iglesia, porque no todos los que están en la iglesia son hermanos. Amamos a los que viven como hermanos: buscan a Dios, le temen. Implica preocuparse e interesarse por ellos, orar por ellos y evitar cualquier cosa que les dañe o les haga caer.
Aborrecemos el mundo (2:15-16). Amamos a Dios y su reino. Estamos en el mundo, pero no pertenecemos al mundo. Esto no significa aislarnos, sino no desear ni estar apasionados con las cosas del mundo; nuestra mayor pasión y deseo debe ser Cristo. Se mencionan tres cosas: los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria (arrogancia) de la vida. Expliquemos qué significa la vanagloria de la vida. Como estoy vivo y peco, pero no muero, me vuelvo un arrogante. Me parece que puedo vivir como me dé la gana porque Dios no existe y no hace justicia. Hoy en día amar el mundo es tener su ética: vivimos en el relativismo, posmodernismo.
Creemos y confesamos a Cristo (5:1). Aceptamos y reconocemos todo lo que Cristo es y ha dicho en su palabra. Debemos escucharle y obedecerle solo a Él (Mt 17:5). Cristo es el único Salvador; es exclusivista. Debemos ser testigos de Cristo (1:1, 3). “A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos” (Mt 10:32). Confesar significa “decir lo mismo que”.
Tener el Espíritu Santo (4:13). Debo preguntarme: ¿Estoy viendo la obra del Espíritu Santo en mi vida? ¿Está iluminando mi vida? ¿Doy más fruto que antes?“Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios” (Rom 8:14). El Espíritu Santo va renovando nuestra mente y dirigiéndonos a Cristo. Cuando pecamos, él nos humilla y nos lleva a la Cruz de Cristo, a nuestro abogado (2:1). “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Rom 8:16). Sabemos que somos hijos de Dios porque el Espíritu Santo pone en nosotros una convicción profunda de ello.
Aplicación. Como podemos observar, no somos salvos por haber tomado una decisión de seguir a Cristo, por haber creído en él, por haber tenido una experiencia emocional, ni por haber servido a Dios en el pasado, sino por tener o estar haciendo estas cinco cosas en el presente. La pregunta que debo hacerme es: ¿Creo en Cristo hoy? ¿El Espíritu Santo me da testimonio de que soy hijo de Dios? ¿Amo a Dios y, en consecuencia, me someto a su Palabra y la obedezco gozosamente? ¿Amo a mis hermanos? ¿Aborrezco al mundo o tengo un pie en el mundo y otro en Cristo? (1 Cor 10:21; Ap 3:15-16). El propósito de esto no es producir pesar o terror, sino todo lo contrario: despertarnos, humillarnos e ir a la persona de Jesucristo para salvación.
Por Albert Crespo
Enviado por el Hno. Mario Caballero