“El Señor infunde poder a su pueblo y lo bendice con la paz.” Salmo 29:11
Cada tanto se publican listas con los nombres de las personas más ricas del mundo. También se dice que sus riquezas les dan poder para hacer lo que quieran, incluso influir sobre los gobiernos y así torcer el destino de países enteros para su propia conveniencia. No es de extrañar, entonces, que personas con tal capacidad de influencia puedan llegar a sentir que son muy importantes, incluso todopoderosos, pues pueden resolver y hacer de todo, sin rendir cuentas a nadie por sus actos. Nuestro Señor Jesús nos habla de personas así cuando recuerda que los poderosos de este mundo someten a las naciones y se hacen llamar “benefactores” (Lucas 22:25). Esa es la forma en que el ser humano busca, usa y concentra el poder: para su propio beneficio y gloria.
Pero hay otra forma de hacer uso del poder. Dios es el único verdaderamente todopoderoso. Sus obras reflejan desde la eternidad todo lo que hizo, hace y seguirá haciendo. Dios permanece para siempre: su palabra y amor son eternos. Consideremos que el gran poder de Dios se manifiesta de una forma especial porque, en lugar de concentrarlo para su propio beneficio, lo concede como regalo a su pueblo. En otras palabras, concede lo que le pertenece para bien de los más débiles y necesitados, es decir, nosotros. El poder de Dios se revela plenamente en la humildad del pesebre de Belén, y en la humillación de la cruz. Así es como Dios nos da su poder: por medio de su Hijo Jesús. Él es la mayor bendición que recibimos, porque nos cuida y muestra que nos ama al darnos la paz que necesitamos.
Por: CPTLN