La celebración de una historia “increíble” Mateo 1:18-25 Tres frases que se corresponden con tres nombres nos muestran la esencia de la Navidad. Son la clave para entender esta fiesta y la razón de su verdadera alegría: «He aquí una virgen concebirá y dará a luz un hijo»: María (v. 23) «Y llamarás su nombre Jesús» (v. 21) «Y llamarás su nombre Emanuel» (v. 23) 1. María: un milagro creíble «He aquí una virgen concebirá y dará a luz un hijo» (Mt. 1:23) La historia de la Navidad empieza con un milagro.
Hay un elemento sobrenatural a creer. Al igual que con otros puntos vitales del Evangelio, la fe es el primer paso para entender la Navidad. Aparentemente increíble. El relato de una virgen que concibe un hijo suscita una fácil reacción de parodia por parte de la gente. ¿Cómo puede una virgen quedar embarazada? Nos reímos y rechazamos como “no creíble” todo lo que escapa a nuestra comprensión. Necesitamos racionalizar el misterio. Ciertamente el relato nos crea preguntas, pero son secundarias e innecesarias para entender el texto. El énfasis del pasaje no está en lo misterioso –una virgen que concibe- sino en lo glorioso, Jesús nace por obra directa del Espíritu divino, frase repetida dos veces (v. 18 y v. 20). El meollo del relato radica en la acción directa del Espíritu Santo, no en la virginidad de María.
El asunto de fondo. Así pues, lo que está en juego al creer o rechazar el nacimiento virginal de Jesús es la omnipotencia y la soberanía divinas. Dios da la vida dónde, cuándo y cómo Él quiere. Por esta razón la concepción sobrenatural de Jesús es importante, tan importante que forma parte de las doctrinas del Credo Apostólico. La pregunta clave no es: “¿Cómo es esto posible?”, sino «¿Hay algo imposible para Dios?» (Lc. 1:37). Una fe sin misterios ya no es fe. Sí, en el texto hay misterio, pero hay mucha más luz que misterio. Las personas encuentran en el misterio de lo sobrenatural una excusa para no creer, pero el misterio también puede ser un estímulo de la fe. Una fe sin misterios, dejaría de ser fe. La fe contiene elementos velados y elementos revelados. Centrarnos en los “velados” -“los secretos” de Dios- nos impedirá comprender los aspectos “revelados”, la gran luz del Evangelio.
La Navidad empieza con un test que pone a prueba nuestra fe. ¿Estoy dispuesto a creer que para Dios no hay nada imposible? Entonces creeremos en el milagro de la concepción virginal de Jesús. Si aquí fallamos, tampoco creeremos en el resto de hechos sobrenaturales de la vida de Cristo, resurrección incluida. La vida de Jesús se mueve constantemente en el milagro. Una fe sin milagros nos lleva a un Jesús humano que nos deja un Evangelio humanista, sin ningún poder. Así pues, la Navidad nos recuerda, en primer lugar, el poder de Dios.
Jesús: un salvador necesario «Y llamarás su nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt. 1:21) El segundo nombre, Jesús, nos revela el propósito de la Navidad: es “para salvación” y constituye el siguiente paso si queremos entender bien su significado. La Navidad nos recuerda que necesitamos un Salvador. La salvación es el eje alrededor del cual gira toda la vida de Jesús hasta tal punto que el nombre Jesús significa Salvador. ¿De qué nos ha de salvar Jesús? En el evangelio de Lucas se nos amplía en qué consiste esta salvación. Zacarías, «lleno del Espíritu Santo, profetizó diciendo: …Y tú, niño, profeta del Altísimo, serás llamado para conocimiento de salvación a su pueblo… para perdón de sus pecados». (Lc. 1:77).
La salvación de Jesús aparece inseparablemente unida al perdón. ¿Por qué? No tiene un sentido social -la liberación política del yugo romano-, ni siquiera emocional, la capacidad para ser feliz en esta vida. Es mucho más profunda: «Jesús salvará a su pueblo de sus pecados (mis pecados)» (Mt. 1:21). Para Jesús, la salvación no consistía en erradicar los grandes males sociales de su época –pobreza, hambre, discriminación, violencia, etc.-, ni tampoco en aliviar problemas personales. Todo ello va implícito en el mensaje del Evangelio, pero es la consecuencia de la fe, no su razón de ser ni su propósito. La salvación de Jesús es un fenómeno personal y moral con implicaciones sociales y emocionales, pero no a la inversa.
Ahora bien, el perdón requiere confesión de pecados. ¡Qué importante es comprender esta necesidad hoy! Nuestra sociedad vive miope a su realidad moral, sufre una anestesia moral de trágicas consecuencias. Los conceptos de culpa y pecado hoy han quedado obsoletos. Nada es pecado, todo depende de la sinceridad y la intención con que se realiza un acto. La cauterización de la conciencia de nuestros contemporáneos les impide ver la profundidad del pecado en que viven, pero esta miopía no les libra de responsabilidad ante Dios. Aunque no lo sintamos, todos necesitamos perdón y salvación.
La Navidad es alegría y celebración, pero su mensaje esencial nos recuerda que hay un asunto trascendental por arreglar: mi salvación eterna. De todos los regalos que podamos recibir en estas fechas, uno sobresale por su importancia: el perdón de mis pecados. Lo que hay en juego es la reconciliación con Dios y, en consecuencia, mi destino eterno. Los tres peldaños de la escalera al Cielo. Podemos resumir lo dicho hasta aquí con una ilustración. El camino que nos lleva a Dios, la escalera al Cielo tiene tres peldaños: Convicción de pecado. La conciencia de pecado nos lleva a la necesidad de perdón que sólo se puede lograr en la mirada de fe a la cruz, donde Cristo muere por el Pecado y por mis pecados Si los dos primeros peldaños implican una mirada arrepentida a nuestro corazón, el tercero requiere una mirada de fe a Cristo y su sacrificio redentor. El último de estos peldaños es el que vino a poner Jesús con su venida a este mundo.
La historia de la Navidad: la celebración de una historia “increíble Navidad empieza en un pesebre, pero acaba y culmina en la cruz. La Navidad no sería completa sin alzar los ojos a la cruz. Podemos aplicar el conocido texto de Hebreos a la Navidad y decir: celebrémosla «puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe…» (Heb. 12:2). En segundo lugar, pues, la Navidad nos recuerda el amor de Dios. 3. Emanuel: un Dios cercano «Y llamarás su nombre Emanuel» (Mt. 1:23) El clímax del pasaje y de la Navidad lo tenemos aquí, en el nombre Emanuel, Dios con nosotros. Si antes veíamos cómo Dios está por nosotros proveyendo una salvación necesaria, ahora descubrimos cómo también está con nosotros.
Dios mismo ha bajado a este mundo, ¡gran misterio, pero a la vez extraordinaria realidad! La profecía de Zacarías en el evangelio de Lucas lo expresa con belleza: «Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará desde lo alto un amanecer para dar luz sobre los que están sentados en oscuridad y sombra de muerte» (Lc. 1:78-79). Estamos ante un hecho extraordinario porque el Dios creador, todopoderoso, se ha hecho cercano, nos ha “visitado”. Esta combinación perfecta entre la majestad de Dios y su cercanía –trascendencia e inmanencia- es exclusiva de la fe cristiana, no la encontramos en ninguna otra religión.
La clave radica en la preposición “con”. Esta pequeña palabra describe y define de forma inmejorable el mensaje de la Navidad y la esencia del Evangelio. Encierra la clave distintiva del cristianismo respecto a cualquier religión. En las religiones paganas la relación entre los dioses y el ser humano se define con una preposición muy diferente: “contra”. Los dioses están contra los hombres y para aplacar su ira hay que hacer todo tipo de sacrificios. Incluso en el budismo, tan popular en ciertos círculos en Europa hoy, la relación hombre–dios se describe mejor con la preposición “ante”. Buda es un dios tranquilo, pero lejano, está ante (delante de) los hombres, pero no con ellos. La imagen de Buda con los brazos cruzados, los ojos cerrados, expresión rígida en la cara y una sonrisa hierática nos transmite la idea de un dios frio que, en el mejor de los casos, contempla al ser humano desde la distancia y de forma impasible. ¡Qué impresionante la diferencia entre Jesús y Buda! El Dios que está por nosotros proveyendo una salvación tan grande está también con nosotros haciéndose hombre. Jesús y Emanuel son inseparables y nos revelan lo más esencial del carácter de Dios, su amor. Sí, Dios siempre ha querido que su relación con el hombre sea una relación voluntaria de amor y no una imposición. Y en una relación de amor el mayor y mejor regalo es la presencia del ser amado a nuestro lado.
Por ello, la Navidad es, como profetizó Zacarías, el amanecer, la aurora de un día luminoso que culminará cuando «el Sol de justicia» (Mal. 4:2), Jesucristo, reinará por siempre. No es extraño que uno de los textos más conocidos de la Biblia empiece así: «De tal manera amó Dios a este mundo, que envió a su Hijo…» (Jn. 3:16). Por tanto, en tercer lugar, la Navidad nos recuerda la cercanía de Dios. Conclusión: la Navidad es una historia que nos cambia la vida El Emanuel, el Dios que “se hizo carne y vino a morar con nosotros” cambia nuestra perspectiva de la vida en todos los sentidos. Nos abre los ojos a un paisaje totalmente nuevo aquí en esta tierra y allá en el más allá. Por ello, aún en momentos de tribulación, cuando nos preguntamos perplejos: “¿Dónde está Dios?”, alzamos los ojos de la fe al cielo y afirmamos llenos de confianza: Él está aquí a mi lado e intercede por mí (Ro. 8:34; Heb. 4:16). Sí, el mismo Dios que estuvo en esta tierra y sufrió todo lo que nosotros podamos sufrir (Heb. 2:17-18; Heb. 4:15), está por mí y conmigo ahora. Dios está por nosotros y con nosotros. ¿Puede haber un mensaje de aliento mayor?
Ahí está la verdadera alegría de la Navidad, el motivo central de nuestra celebración. Por esta razón cuando los magos de oriente vieron la estrella en el cielo, señal del nacimiento de Jesús, «se regocijaron con muy grande gozo» (Mt. 2:10). Nosotros hacemos lo mismo porque en la Navidad recordamos y celebramos el poder, el amor y la cercanía de Dios.
Por: Dr. Pablo Martínez Vila
Enviado por el Hno. Mario Caraballo