“En el noveno año de Sedequías rey de Judá, en el mes décimo, vino Nabucodonosor rey de Babilonia con todo su ejército contra Jerusalén, y la sitiaron” (Jer. 39:1).
El sitio de Jerusalén fue horroroso. Duró dos años. Jeremías lo describe llorando en su libro de Lamentaciones: “Aun los chacales dan la teta, y amamantan a sus cachorros; la hija de mi pueblo es cruel como los avestruces en el desierto. La lengua del niño de pecho se pegó a su paladar por la sed: lo pequeñuelos pidieron pan, y no hubo quien se lo repartiese… Las manos de mujeres piadosas cocieron a sus hijos; sus propios hijos les sirvieron de comida en el día del quebrantamiento de la hija de mi pueblo. Cumplió Jehová su enojo, derramó el ardor de su ira; y encendió en Sion fuego que consumió hasta sus cimientos” (Lam. 4:3-11).
Finalmente los babilonios abrieron brecha en la muralla de la ciudad. La aprovechó el ejército de Sedequías y se escapó. Cuando el rey se vio abandonado, él mismo huyó con su familia para salvarse la vida, pero el ejército de los caldeos los siguió, y le alcanzaron en los llanos de Jericó “y degolló el rey de Babilonia a los hijos de Sedequías en presencia de éste en Ríbla, haciendo asimismo degollar el rey de Babilonia a todos los nobles de Judá. Y sacó los ojos del rey Sedequías, y le aprisionó con grillos para llevarle a Babilonia. Y los caldeos pusieron a fuego la casa del rey y las casas del pueblo y derribaron los muros de Jerusalén” (Jer. 39:6-8).
Pasó justo lo que Jeremías le dijo que iba a pasar. El rey podía haber salvado muchas vidas de su pueblo y las de su familia y pudo haberse salvado de la tortura si hubiese hecho caso, pero era estúpido, incrédulo, cobarde, inconsecuente, egoísta, y débil. Conociendo la verdad, la rechazó. Quiso salvarse y se perdió. Eligió la ceguera, porque no quiso ver. Había visto que los falsos profetas habían mentido. Había visto cumplirse cosa tras cosa que Jeremías había profetizado. Sabía que Jeremías era fiel profeta de Dios, sin embargo consintió a que le torturasen, a que le encarcelasen, y que le echasen en el pozo para morir de hambre. Decidió forjar su propia salvación, ¡y mira el resultado! La ciudad por la cual él era responsable delante de Dios se perdió.
Y cómo él, muchos. ¿Qué pasa con nosotros? ¿Somos seres irracionales? Buscamos a pulso nuestra condenación. ¿Cómo podemos ser tan tontos? No se pierde alguien por falta de verdad. La misma naturaleza testifica a la existencia de Dios. Tenemos su palabra. Nuestros familiares la han escuchado hasta a saciedad. Han visto nuestras vidas. Saben que el evangelio es cierto. Sin embargo eligen el camino de la muerte. ¿Cómo es posible? Jeremías mismo nos explica el por qué: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” (Jer. 17:9). Da con la clave. No es el cerebro, es el corazón. El mundo está lleno de “Sedequías” que buscan su propia perdición, y su condenación es más que justa. Dios ha sido misericordioso y más que misericordioso con el rey. Le ha dado oportunidad tras oportunidad, pero eligió la incredulidad y pagó el precio por ello en sus propias carnes.
Enviado por el Hno. Mario Caballero