“No que seamos competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros mismos, sino que nuestra competencia proviene de Dios” (2 Cor. 3:5).
Es vital tener la sensación de que somos alguien. Es decir, que tenemos entidad, que somos de importancia, que somos significativos, que tenemos valía. Si no lo tenemos, mal. No podemos vivir si pensamos que somos insignificantes. ¿De dónde conseguimos esta identidad que tanto nos hace falta? La respuesta de esta pregunta es muy importante. No es necesario ser famoso, tener reconocimiento, ser un éxito, destacar, estar por encima de los demás, o conseguir un nombre para ti mismo, para tener la sensación de ser.
Un chico nació en una familia normal; su padre tuvo un trabajo humilde. Sin motivo él sintió vergüenza de su padre, aunque su padre fue creyente, y una persona amada y respetada por cuantos que le conocían. Juró que no iba ser cómo su padre, sino importante, que iba a hacer un nombre para sí mismo. Y lo logró. Pero esto no sanó la deficiencia de su niñez. Sigue con un ego muy frágil. Siente la necesidad de defenderse capa y espada cuando alguien cuestiona su valía, o le hace sombra, o no le rinde homenaje. Cualquier persona que arroja una luz oscura sobre algo suyo debe prepararse para ser calumniada y rechazada. Siempre que alguien no le apoya a él o sus posturas o preceptos, esta persona es objeto de marginación, y difamación.
¿Esto es normal? Es normal en el mundo, pero no debe ser normal en la iglesia. Esta persona debe rebobinar y llegar a la raíz de su problema, que es el no honrar a su padre. Debe pedir perdón a Dios por dónde este pecado le ha llevado. Y luego debe buscar su identidad y suficiencia en Cristo.
Si somos algo es porque el Señor Jesús ha pagado el precio de nuestro rescate y nos ha justificado. El valor que tenemos es incalculable, porque Dios nos ha comprado con la sangre de su Hijo, y esto no tiene precio posible de medir. Siendo justificados, Dios nos ve perfectos en Cristo. “Con una solo ofenda hizo perfectos a los santificados” (Heb. 10:14). Nuestra perfección no es de nosotros mismos. Nuestro valor no es lo que valemos en nosotros mismos, sino en lo que Dios pagó para comprarnos. No somos importantes por nuestros logros, sino por los logros de Jesús. No tenemos que destacar sobre los demás para ser importantes, porque cada uno es único y tiene un papel único y no se puede comparar con nadie. La vida no es una competición a ver quién gana. No tenemos que superar a otros. Tenemos que cumplir correctamente lo que Dios espera de cada uno de nosotros, y para cada uno es diferente. No tenemos que compararnos, sino obedecer al Señor.
Los demás no deben juzgarnos y nosotros mismos tampoco. No importa lo que piensan los demás. Importa lo que piensa Dios, y él está impresionado con valores como humildad, fidelidad, honestidad, servicio para otros, sacrificio, compasión y amor para con los demás.
Hay sanidad en la cruz de Cristo para este hermano y para todos lo que andan buscando significado. Bendito sea Dios quien perdona todas nuestra iniquidades y sana todas nuestras dolencias (Salmo 103:3), en este orden. El perdón fluye de sus venas y la sanidad de sus heridas. En Él somos enteros.
Enviado por el Hno. Mario Caballero