martes, 24 de marzo de 2020

No quisiste

¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que son enviados a ti! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como junta la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste! ¡Miren cuán desolada se queda la casa de ustedes! Porque yo les digo que no volverán a verme, hasta que digan: ‘Bendito el que viene en el nombre del Señor.’
Mateo 23:37-39
¿Qué sucede cuando intentas liberar a personas que no están dispuestas? Eso es lo que enfrentó Moisés con el pueblo de Israel, una y otra vez, en su viaje a la Tierra Prometida. Dios guio al pueblo con la columna de nube y fuego, les proporcionó milagrosamente comida y agua y los protegió del peligro, pero una y otra vez el pueblo cambió de opinión: querían volver a la esclavitud donde, pensaban, las cosas eran “más fáciles”.

En nuestra lectura de hoy, Jesús está afligido por el mismo comportamiento del pueblo en Jerusalén. Él había venido a salvarlos del poder del mal, pero los líderes de la ciudad ya estaban conspirando contra él y el pueblo los seguiría. En solo unos días estarían gritando “¡Crucifíquenlo!” Jesús quería liberarlos, pero algunos de ellos no querían ser libres.

Mucha gente se pregunta: “¿Por qué Dios no anula a las personas que lo rechazan e insisten en el camino que conduce al infierno?” Pero Dios no obra así. Él respeta nuestro libre albedrío, incluso cuando somos lo suficientemente tontos como para rechazarlo. Si insistimos en permanecer en la esclavitud, él no puede liberarnos. Hará cualquier cantidad de milagros, pero no anulará nuestra libertad de rechazarlo. No nos hará robots.

Esto sigue siendo cierto hoy. Jesús llama, nos atrae a sí mismo, pero nunca nos obliga. Él dio su vida por nosotros en la cruz -resucitó de los muertos para compartir su victoria sobre la muerte con nosotros- pero no obligará a nadie a recibir el regalo. ¡Cómo nos ama! Y entonces espera pacientemente, llamándonos a la fe, esperando que respondamos a la obra del Espíritu Santo.

Por: CPTLN