“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mat. 22: 39).
Una persona egoísta es alguien centrado en sí mismo; él es el centro de su universo. Quiere su propia voluntad. Quiere hacer lo que le apetece, y no quiere que nadie le estorbe. Piensa en sí mismo, en cómo se encuentra, lo que siente, lo que le agrada, lo que le hace feliz y en cómo puede mejorar las cosas para sí mismo. Quiere ser feliz y cómodo. Quiere comer lo que le gusta, vestirse de la ropa que le gusta, estar con las personas que le divierten, que le admiren, le entretienen, y le permiten hacer lo que quiere.
Se compara con otros para asegurar que es tratado justamente y que recibe lo que le corresponde. “Y yo, ¿qué?” se le oye decir a menudo. Siempre está defendiendo sus propios derechos. Le da igual los sentimientos o sufrimientos de otros.
No se molesta para ayudar a otros. No se sacrifica para ellos. No hace lo que quieren para agradarles o hacerles felices. No se molesta para entender su punto de vista. No se extiende hacia otros para llegar a conocerles. No toma interés en ellos. No les hace preguntas acerca de su vida, ni intenta relacionarse con ellos, a no ser que le interesa. En una conversación se limita a contestar las preguntas que le permiten hablar de sí mismo para que él pueda lucir. No se molesta para conocer a otros por amor a ellos, ni mucho menos pensar en lo que podría hacer para ellos para alegrar su día.
Si es creyente, ¡y hay creyentes así!, no pasa mucho tiempo orando por gente que apenas conoce. Ora por sí mismo y por sus amigos. Si sirve en la iglesia, es por amor a sí mismo, para su reputación, para recibir reconocimiento, para promocionarse, para destacar, o porque le gusta. Sirve en cosas que le realicen.
Jesús fue todo lo contrario. El centro de su mundo fue su Padre, en primer lugar, y los demás en segundo. Cumplió perfectamente el mandamiento: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente… Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mat. 22:37, 39).
Solo hay una manera de librarnos de nuestro egoísmo: llevarlo a la cruz. Lo confesamos como pecado terrible, atadura de nuestra vieja naturaleza, enemigo de Dios, cosa feísima y ruin, digno de muerte, y lo clavamos en la cruz, y lo dejamos allí para que muera. Cuando baja de la cruz, lo volvemos a clavar, y así sucesivamente, hasta erradicarlo de nuestra vida. Luego tenemos que desarrollar todo lo contrario, como nos dice el apóstol Pedro: “poniendo toda diligencia, añadid a vuestra fe… afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor” (2 Ped. 1:5, 7). “El amor no busca lo suyo” (1 Cor. 13:5). Este es el amor de Dios en nuestros corazones.
Enviado por el Hno. Mario Caballero