Las calles, las tiendas, las casas, todo se llena de luces por Navidad. ¿Cuál es el verdadero significado de tanta luz? Para muchos es sólo un reclamo comercial a fin de estimular el consumo, más ahora en una época de crisis económica. Para otros es un mero símbolo de una celebración dominada por el paganismo y el hedonismo en el que, a lo sumo, se celebra la «fiesta de la familia». Es triste comprobar cómo la inmensa mayoría de niños y jóvenes, pero también muchos adultos desconocen por completo el verdadero sentido de las luces navideñas. Para los cristianos la respuesta es clara: recordamos el nacimiento de «Aquel que es la luz del mundo» (Jn. 1:9), la luz por excelencia que alumbra las tinieblas de vidas vacías y sin sentido, la luz que acaba con la oscuridad y el dolor de tantas relaciones rotas, de tantas heridas por el egoísmo del corazón humano, de tantas infidelidades y miserias.
Esta luz simboliza, por tanto, esperanza, una esperanza resumida en el mensaje navideño por excelencia: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz…». Adviento es tiempo de esperanza, pero no es una mera esperanza humanista en que las cosas irán mejor en el mundo y en mi vida el año próximo, una esperanza que no va más allá del horizonte humano. Cristo, Aquel en quien no hay oscuridad alguna, nos ofrece vida abundante aquí y ahora (Jn. 10:10), pero la esperanza de la Navidad apunta sobre todo al futuro, tiene una dimensión que se remonta por encima de las circunstancias presentes y con los ojos de la fe contempla un paisaje pletórico de gozo y de consuelo.
Veamos algunos aspectos de este paisaje que constituyen las razones de nuestra esperanza. ¿Qué esperamos? El apóstol Pedro lo describe como una «herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros» (1 P. 1:4). A la luz de la enseñanza de Pablo (2 Co. 4:14-5:8) esta herencia contiene, entre otras, tres grandes realidades:
- La promesa de una reunión futura: el cielo como una gran fiesta
- La promesa de una casa futura: el cielo como una mansión («morada»)
- La promesa de una recompensa: la corona de gloria, de justicia y de vida
Por la gran riqueza del tema, dejaremos para otro artículo la consideración sobre la recompensa y nos centraremos en las dos primeras promesas, cada una de ellas introducida por Pablo con una afirmación llena de convicción y seguridad: «sabemos». El apóstol no está hablando de especulaciones o meras intuiciones personales, sino de certezas.
La promesa de una reunión futura: el cielo como una gran fiesta
«…sabiendo que el que resucitó al Señor Jesús, a nosotros también nos resucitará con Jesús y nos presentará juntamente con vosotros» (2 Co. 4:14).
«Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero» (Ap. 7:9).
La esencia del cielo estriba en una relación bidimensional: con Dios y con Cristo primero, pero también con nuestros hermanos y hermanas que componen la gran familia de Cristo. Nuestra vida en el cielo no será una experiencia individual. El contemplar esta dimensión comunitaria es uno de los ingredientes más preciosos de nuestra esperanza. En el Nuevo Testamento el cielo se describe como la gran reunión de todos los santos, todos los que creyeron en Jesucristo. Esa gran reunión será tan feliz y gozosa que se compara a un banquete de bodas. Sí, el banquete de bodas del Cordero: «Y el ángel me dijo: Escribe: Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del Cordero» (Ap. 19:9).
Esta reunión incluye el re-encuentro con aquellos seres queridos que nos han precedido, nuestros padres, hermanos, amigos. Ahí tenemos uno de los aspectos más consoladores de la esperanza cristiana: vamos a vernos otra vez, por ello los creyentes no dicen nunca «adiós», un adiós para siempre, sino «hasta luego». La separación causada por la muerte es «por un poco de tiempo». Hay un día de gran dolor -el día de la muerte, día de separación- pero hay también un día de gozo inefable, el día de la gran reunión. En aquel día se demostrará, y nosotros lo comprobaremos, la exultante afirmación de Pablo: «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? Ya que el aguijón de la muerte es el pecado» (1 Co. 15:55).
Ahí es donde empezamos a entender por qué la Navidad es luz, por qué Cristo alumbra nuestra oscuridad. Jesús nació para vencer a la muerte. Cristo, al borrar nuestros pecados en la cruz «quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad» (2 Ti. 1:10). Dado que la muerte ha perdido su poder de dañar, ya no nos aterroriza. La muerte sigue siendo un enemigo, pero es un enemigo derrotado. En palabras del autor de Hebreos desaparece el “terror”: «para… por medio de su muerte… librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre» (Heb. 2:14).
El día en que Jesús resucitó de los muertos fue «el día en que la muerte murió». Gracias a este acontecimiento, el vacío doloroso por la ausencia de la persona querida -vacío que se hace más intenso en estas fechas navideñas- queda mitigado por el bálsamo que supone la esperanza de volver a vernos. Esta Navidad la reunión en familia puede ser incompleta porque faltan aquellos a los que hemos amado; pero nuestro gozo es completo porque esperamos el gran banquete, otra magna celebración con Cristo como centro. En aquel día, sin embargo, no celebraremos un nacimiento que lleva inevitablemente a la muerte, sino la victoria suprema de Aquel «ante cuyo nombre se doblará toda rodilla de los que están en los cielos… y toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil. 2:10-11).
Por tanto, la Navidad es un recuerdo, un memorial, pero es sobre todo un anticipo de gloria, la aurora de una luz que alcanzará su cenit esplendoroso en el día del banquete de las Bodas del Cordero, el Hijo amado cuyo nacimiento recordamos estos días.
La promesa de una casa futura: el cielo como una mansión
«Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. Y por esto también gemimos, deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial» (2 Co. 5:1-2).
Pablo compara la vida en la tierra a una tienda de campaña; es frágil, puede deshacerse fácilmente. Sin embargo, muchas personas hoy viven de espaldas a esta realidad: pensamos que la muerte no nos ha de llegar nunca. ¡Cuán a menudo la muerte viene de forma inesperada, «como ladrón en la noche»! Ciertamente, nuestra vida en esta tierra es muy frágil, y nos pueden llamar a abandonar la «tienda» inesperadamente, en cualquier momento.
«Pero…», dice Pablo, introduciendo uno de sus llamativos contrastes, cuando esta tienda terrenal se destruya, tenemos otro hogar que es mucho mejor. Compara deliberadamente ambas moradas y nos describe cómo será nuestra nueva casa en el cielo:
- Es un edificio, no una tienda de campaña: una estructura mucho más sólida.
- El constructor y arquitecto es el propio Dios: no está hecha por manos humanas.
- Está situada en el cielo, no en este mundo.
Esta morada sólida, eterna e incorruptible contrasta con la precariedad de nuestro frágil cuerpo que se «va desgastando de día en día». ¡Ciertamente es mejor vivir en una casa así que en una tienda de campaña! Por ello Pablo expresa su preferencia: «mas quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor» (2 Co. 5:8).
El propio Señor Jesús nos prometió esta morada futura en los cielos: «En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Jn. 14:1-3). ¡Resulta difícil leer estas palabras sin emocionarse! Recordemos el contexto de tribulación en el que se pronunciaron: la muerte de Jesús estaba muy cerca. Nuestro Señor tenía en mente un propósito claro: consolar a sus discípulos y prepararlos para los tristes acontecimientos que se avecinaban. Jesús anticipa el duelo de sus amigos y fortalece su esperanza con la maravillosa promesa de las «moradas» o «mansiones» celestiales en la casa del Padre. Por ello les dice «no se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí» (Jn. 14:1). Un gran consuelo nos embarga cuando contemplamos esa nueva casa.
La resurrección de Jesús, garantía de nuestra esperanza
«Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente» (Jn. 11:25-26).
Ésta es una de las frases más trascendentales que Jesús pronunció. Él se convierte en la garantía de nuestra propia resurrección porque él mismo resucitó de los muertos. Notemos que la doble promesa de esta frase, «vivirá… no morirá», implica no sólo que sobreviviremos, sino que resucitaremos; no se trata de una mera inmortalidad del alma, sino de la resurrección del cuerpo.
El fundamento y la seguridad de nuestra esperanza descansan, por tanto, en la resurrección corporal de Cristo. Porque, en palabras de Pablo, «si Cristo no ha resucitado, vana es entonces nuestra fe» (1 Co. 15:17). Esta esperanza triple en una reunión, una mansión y una recompensa futuras iluminan cualquier sombra de dolor, llanto o clamor en estos días de Adviento y nos llevan a exclamar «…mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo» (1 Co. 15:55-56). Éste es el mejor regalo de la Navidad, no hay otro mayor.
Por todo ello nos unimos a Händel y cantamos con gozo y confianza:
A ti la gloria, ¡Oh nuestro Señor!,
A ti la victoria, gran libertador.
Te alzaste pujante, lleno de poder,
Más que el sol radiante al amanecer
A ti la victoria, gran libertador.
Te alzaste pujante, lleno de poder,
Más que el sol radiante al amanecer
Libre de penas, nuestro Rey Jesús
Rompe las cadenas de la esclavitud.
¡Ha resucitado, ya no morirá!
Quien muere al pecado, en Dios vivirá.
Rompe las cadenas de la esclavitud.
¡Ha resucitado, ya no morirá!
Quien muere al pecado, en Dios vivirá.
Dr. Pablo Martínez Vila (extracto de una prédica)
Enviado por el Hno. Mario Caballero