jueves, 18 de septiembre de 2014

Un antes y un después

UN ANTES Y UN DESPUÉS



“En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos, y renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad. Por lo cual, desechando la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo; airaos, pero no pequéis. El que hurtaba, no hurte más, sino trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, para que tenga qué compartir con el que padece necesidad. Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes” (Ef. 4:22-29).

Esta persona que antes mentía, ahora habla la verdad; antes se enfadaba y perdía el control, ahora puede enfadarse sin reaccionar como antes; antes robaba, ahora trabaja para dar a los pobres; antes era mal hablado, ahora te edificas oyéndole hablar. Esta es la maravilla de la conversión.    
Los cambios después de nuestra conversión no son automáticos. Algunos hábitos nos cuestan romper con ellos. Tenemos que echar mano del poder de Dios para dejar de practicarlos. El Espíritu Santo en nosotros es un Espíritu “de poder, de amor, y de dominio propio” (2 Tim. 1:7). Conozco una señora que tenía un problema con la lengua. Cuando se enfadaba salían de su boca palabras horribles. Ella se avergonzaba y pedía perdón a sus oyentes. Este hábito le tenía muy dominada, pero con el tiempo consiguió dominarlo. La persona tiene que poner de su parte, tiene que usar su voluntad para decidir no pecar. Tiene que “renovarse en el espíritu de su mente”, que significa cambiar de mentalidad. Pensar de otra manera. Tiene que quitar el viejo vestido de injusticia y“vestirse del nuevo hombre creado según Dios en la justicia y santidad”, o sea, tiene que romper viejos hábitos y formar nuevos. Esto es cuestión de disciplina. Dios no nos obliga a comportarnos correctamente, pero nos ayuda cuando decidimos que queremos hacerlo.

Después de la conversión somos libres, libres para pecar o no pecar. Antes éramos esclavos de pecado y no teníamos opción. Ahora sí. Dios no anula nuestra voluntad, la fortalece para que podamos hacerla suya. Pero la decisión es nuestra. Pablo deja claro que si decidimos que queremos volver a la vieja vida y practicar el adulterio, la injusticia, el robo, la idolatría, la homosexualidad, la adicción a la bebida, la avaricia, que no seremos salvos (1 Cor. 6:9-11). Alguno preguntará dónde está la gracia. Pablo le contesta: “La gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, ensenándonos que renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente” (Tito 2:11-12). Dios nos salvó por gracia, no por obras, ¡para que hagamos buenas obras! “Nos salvó no por obras… para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna” (Tito 3:5-7). “Se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificara para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:14). La gracia no es para pecar y todavía ser salvos, sino que es para poder dejar de pecar, para vivir una vida de santidad y buenas obras.  


Enviado por  Hno. Mario Caballero