Rodear la ciudad
Espero que no se me considere rara por decir esto, pero me encanta ver explosiones. Probablemente es porque de niña prefería jugar con niños varones que disfrazarme de princesa. Era inquieta, por decir lo menos, y manejaba con destreza cohetes y luces de Bengala de manera creativa y peligrosa (para disgusto de mis padres). Incluso ahora, aunque he madurado, todavía me deja boquiabierta ver demoliciones controladas. Los expertos utilizan unos explosivos bien colocados, y ¡bum! —lo que había sido una vez un edificio macizo colapsa en segundos, pero deja intactas las estructuras vecinas.
No debería ser ninguna sorpresa, entonces, que una de mis historias favoritas de la Biblia sea la batalla de Jericó —en la que, como dice el antiguo himno, “los muros se cayeron, aleluya”. Pero el estruendo no es la parte más impresionante de la historia. Ese momento tiene lugar antes del asombroso y polvoriento clímax de la caída. Se produce en el
comienzo mismo de la historia, cuando el Señor le dice a Josué: “Mira, yo he entregado en tu mano a Jericó y a su rey, con sus varones de guerra. Rodearéis, pues, la ciudad todos los hombres de guerra, yendo alrededor de la ciudad una vez; y esto haréis durante seis días… y al séptimo día daréis siete vueltas a la ciudad (Jos 6.2-4).
Muchas traducciones utilizan la palabra “marchar”, pero “rodear” significa algo más que simplemente “moverse o caminar alrededor”.Rodear algo significa tomar la totalidad del mismo, comprender o captarlo mentalmente. Y eso fue lo que Dios le pidió que hicieran —que rodearan esos muros con sus ojos muy abiertos, y estudiaran detenidamente lo que enfrentarían. ¿Por qué razón? Porque según dicen todos los relatos, los muros eran un espectáculo para la vista, una verdadera maravilla de ingeniería de la Edad del Bronce.
Según el Dr. Bryant G. Wood, un arqueólogo bíblico, Jericó estaba construida en la parte superior de una colina y “rodeada por un gran terraplén, con un muro de contención de rocas en su base. Este muro tenía casi 6 metros de altura, y encima de éste estaba un muro de ladrillos de adobe de casi 2 metros de espesor y 6 metros de altura. En la cima del terraplén estaba otro muro de ladrillos parecido, cuya base estaba aproximadamente a 14 metros por encima del nivel del suelo fuera del muro de contención”. En esencia, el ejército de Israel estaba mirando un muro que tenía más o menos la altura de un moderno edificio de seis pisos, en el que cada piso estaba adosado herméticamente al otro, y rematado con un enorme número de hombres dispuestos a mantener al ejército de Israel fuera de la ciudad.
Dios les pide a Josué y a sus soldados que miren —que miren realmente— esa ciudad desde todos los ángulos posibles. Estos eran hombres que sabían exactamente lo que se necesitaba para luchar contra un adversario armado y bien defendido que estaba en una posición ventajosa. Sin embargo, cada día durante seis días seguidos, observaron unas torres que eran demasiado altas de escalar, fortificaciones que no podrían ser perforadas por la flecha o la espada, y muros hundidos con tanta profundidad en la tierra que nunca sería posible construir un túnel debajo de ellos. Un poco antes de las múltiples vueltas que dieron el séptimo día, deben haber reconocido que incluso con un ejército de trabajadores y miles de horas de trabajo, jamás podrían haber derribado el muro con sus propias fuerzas. Prácticamente, Jericó era indestructible.
Pero eso no le importaba a Dios.
Y tampoco le importaba a Josué o al pueblo de Israel. Después de todo, sabían por experiencia propia que “Jehová es grande… mayor que todos los dioses. Todo lo que Jehová quiere, lo hace, en los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los abismos” (Sal 135.5, 6). Habían probado el maná, bebido el agua que fluía de una roca, y visto dividirse las aguas del río Jordán frente a ellos (Éx 16; Éx 17; Jos 3). Puede decirse sin duda alguna, que estaban bien familiarizados con su pequeñez y con la impresionante grandeza de Dios. Durante esos cuarenta largos años en el desierto, habían aprendido lo que significaba tener fuerzas en la debilidad, y que era mucho mejor dejar que el Señor dirigiera sus pasos, que escoger ellos su propio camino.
No hay ninguna indicación en el texto de que ellos discutieran si obedecer o no a Dios. En vez de eso, dice simplemente: “Así que (Josué) hizo que el arca de Jehová diera una vuelta alrededor de la ciudad, y volvieron luego al campamento, y allí pasaron la noche… de esta manera hicieron durante seis días.” (Jos 6.11, 14). Me encanta la simplicidad de esa palabra de tres letras: así. Nos dice todo lo que necesitamos saber en cuanto a la actitud del pueblo. Quizás cuestionaron la orden de Dios en algún momento y lucharon con ella en sus corazones. Sin embargo, Él les había pedido que hicieran algo, y aunque eso podía haberles parecido un absurdo, se hizo al pie de la letra.
No hubo ninguna queja en Jericó, como sí la hubo una generación antes, cuando los doce espías exploraron la Tierra Prometida (Nm 13−14). La rebeldía de Israel se había consumido por el fuego, y en ese momento, mientras estaban parados al pie de una barrera infranqueable, lo único que les quedaba era la fe. ¿Y qué sucedió después de estos siete días de obediencia? Fueron testigos de la demolición controlada más grande de todos los tiempos, un desmoronamiento producido por trompetas y gritos de victoria.
No debería sorprendernos que el Señor trabaje de esa manera. A menudo, Él tiene que mostrarnos lo imposible que es algo, no para avergonzarnos ni para que nos demos por vencidos, sino para que su poder sea incluso más evidente. Después de todo, somos seres falibles propensos a tener momentos de miopía asombrosos. Nos preocupamos cuando sería mucho mejor orar y rendirnos a Dios. Por eso, no es de extrañar que necesitemos que se nos recuerde pronto y con frecuencia que “el que de arriba viene, es sobre todos; el que es de la tierra, es terrenal, y cosas terrenales habla; el que viene del cielo, es sobre todos” (Jn 3.31). Puede ser que al destruir completamente un muro, rellenar el vacío que alguna vez existió en un matrimonio prácticamente destruido, o sanar una enfermedad que los médicos creían que no tenía tratamiento, Dios encuentre la manera de recordarnos exactamente quién es Él.
El apóstol Pablo era un hombre culto que conocía el poder de una palabra bien elegida, pero aun así no encontraba las adecuadas para describir la omnipotencia de Dios. En Efesios 3.20, 21, él escribe: “Y a Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros, a él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén” (cursivas añadidas). El apóstol Pablo utiliza no uno sino dos adverbios para expresar la supremacía de Dios, y para dejar en claro que Él es más grande que lo que pueden comprender nuestras mentes finitas. Esa es la razón por la que el Señor se deleita en hacer realidad milagros que parecen imposibles. Cada vez que los hace, los muros que nosotros hemos fabricado para confinar al Señor son destruidos eternamente, y Él recibe la gloria que merece.
Por Jamie A. Hughes