lunes, 19 de enero de 2015

El Pródigo y su hermano

EL PRÓDIGO Y SU HERMANO

 Tanto el hijo pródigo, como su hermano eran igualmente pecaminosos. El más
 joven no había entendido el propósito de la gracia, el cual es crecer hasta
 la madurez de la santidad. Pero el hijo mayor nunca conoció el corazón de su
 padre. Siempre trató de ganarse el amor de su padre por su obediencia y sus
 actos. Él no podía aceptar que su padre siempre lo había amado
 incondicionalmente, totalmente aparte de sus buenas obras. La verdad es que su
 padre lo amaba simplemente porque había nacido de él.

 “Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le
 rogaba que entrase. Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos
 años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un
 cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha
 consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo”
 (Lucas 15:28-30).

 El hijo mayor estaba diciéndole a su padre: “Todos estos años, he trabajado
 tan duramente para agradarte, pero tú nunca me has mostrado este tipo de amor.
 Por lo menos yo nunca lo he sentido”. Esto resume la raíz del problema del
 hijo que protestaba. Él pensaba que él había ganado, a través de buenas
 obras, lo que su hermano menor había recibido a través de la gracia.

 A todo legalista le cuesta dejar de lado la obra de la carne. ¿Por qué?
 ¡Porque nuestra carne quiere hacer cosas para Dios! Queremos ser capaces de
 decir: “Me gané mi paz en el Señor. He ayunado, he orado, he hecho todo
 para obtener la victoria. He trabajado duro y ahora finalmente, lo he
 logrado”.

 Si somos honestos, veremos que nuestra carne siempre protesta contra la
 dependencia en el Señor. No queremos depender de Su misericordia y de Su
 gracia o reconocer que sólo Él nos puede dar el poder, la sabiduría y la
 autoridad para vivir como vencedores.

 Debemos tener cuidado de no hacer la protesta del hermano mayor. Es una
 protesta de la soberbia humana y ¡es un hedor en la nariz de Dios!

Por  David Wilkerson