viernes, 19 de septiembre de 2014

Un camino de sangre

UN CAMINO DE SANGRE

“Y casi todo es purificado, según la ley, con sangre” (Heb. 9:22). “…la sangre del pacto en la cual fuimos santificados…” (Heb. 10:29).

El camino a Dios es un camino de sangre. Nada más entrar en el recinto del Tabernáculo topamos con el altar de sacrificio, pues, “sin el derramamiento de sangre no se hace  remisión” de pecado. (Heb. 9:22). En el Día de Expiación, que simboliza el perdón del pecado, la víctima fue sacrificada y su sangre recogida para rociar el mismo propiciatorio en el Lugar Santísimo: “Tomará luego de la sangre del becerro, y la rociará con su dedo hacia el propiciatorio al lado oriental; hacia el propiciatorio esparcirá con su dedo siete veces de aquella sangre. Después degollará el macho cabrío en expiación por el pecado del pueblo, y llevará la sangre detrás del velo adentro, y hará de la sangre como hijo con la sangre del becerro, y la esparcirá sobre el propiciatorio y delante del propiciatorio”  (Lev. 16:14, 15). Ahora, el altar está junto a la puerta de entrada y el propiciatorio está al final del camino. La sangre recorre todo el camino, desde la entrada hasta el final. Es ella la que consigue nuestra entrada a la presencia de Dios y nuestra aceptación delate de Él.

El autor de la epístola a los Hebreos explica su significado espiritual: “En la segunda parte (el Lugar
Santísima), sólo el sumo sacerdote una vez al año, no sin sangre, la cual ofrece por sí mismo y por los pecados de ignorancia del pueblo; dando el Espíritu Santo a entender con esto que aún no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo… pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no esa creación (o sea, el Templo de Dios en el Cielo)… por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (Heb. 9:7-12). Jesús, como nuestro Sumo Sacerdote, entró en el Lugar Santísimo en el Cielo con su propia sangre y con ella roció el Trono de Dios en las alturas.

Según la epístola a los Efesios, tú y yo estamos sentados con Cristo en este mismo Trono: “juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Ef. 2:6). ¡El Trono de Dios en el Cielo está rociado de sangre! Por la sangre de Cristo tenemos entrada en la presencia de Dios y  estamos sentados en el Trono. Incluso en el Cielo estamos aceptados por la sangre de nuestro amado Salvador. Allí hay memoria perpetua del sacrificio de Cristo. El lugar que ocupamos ahora en Cristo es rociado de su sangre. Como intercesores tenemos  audiencia delante de Dios porque su sangre ha rociado el lugar donde estamos sentados, purificando hasta nuestras oraciones. La sangre sigue vigente en el Cielo, sigue justificándonos. Jesús nos ha conseguido eterna redención. Todo el camino, desde la Cruz en la tierra, hasta el Trono en el Cielo, es marcado con sangre. ¡Nunca lo olvidemos!

Por David Burt